Observé la primera parte de la inauguración de los Juegos Olímpicos y me iba emocionando con su ingenio y esplendor, sobre todo al observar recorridos de la antorcha por los recovecos de museos y sitios icónicos y ver a las delegaciones desfilando en yates suntuosos por el río Sena, en lugar de la misma pista de atletismo de siempre; alcancé a comentar en un chat que “París la había sacado del estadio”, pero al punto empezaron las críticas de los “godos” en todo el mundo, sobre todo al final del show -que apenas vi en diferido- cuando la producción ridiculizó la Última Cena de Jesucristo -partiendo de la emblemática obra del nada católico renacentista Leonardo da Vinci -quien sí “la sacó del estudio” con esa pintura magistral, para quedar ahora la escena convertida en una miserable pachanga de drag-queens, modelos trans y un decadente cantante, casi en cueros.
Los directores artísticos del entuerto salieron a decir que se trataba de rememorar a Dionisos, dios griego del vino en plena parranda, pero no lograron convencer a nadie, ni siquiera al Vaticano, que por fin se pronunció “entristecido por algunas escenas”, lo que ya es mucho que decir, porque suele callar-y meditar- sobre las más escandalosas manifestaciones del miserabilismo moral y las más deplorables conductas de dictadores como el señor Maduro, masacrando a su propio pueblo y el señor Putin, haciendo lo propio con el pueblo ucraniano. Cómo sería de sensible el punto que, hasta el presidente de Turquía, un islamista irredento, invitó al papa Francisco a “elevar una voz conjunta contra unos actos que ridiculizan los valores morales y religiosos y pisotean el honor humano bajo el disfraz de la libertad de expresión y la tolerancia”. Y mientras, el muy católico Emmanuel Macron haciendo mutis por el foro, como en vacaciones morales…
El escandaloso asunto fue motivo de comentarios en muchos contornos y puso a la gente a discernir sobre la viabilidad de permitir a las comunidades diversas ventilar pública y crudamente su condición humana que, aunque respetable, debería permanecer, pienso, dentro del círculo más cercano del individuo afectado, en lugar de enrostrarse -y de refregarse descaradamente- ante hombres, mujeres y niños, ante la institución sagrada de la familia, núcleo fundamental de una sociedad que pretende ser, por lo menos, moralmente recatada, independientemente de la religión que se predique.
Bien respetables los integrantes del colectivo LGTBI, sigla que hasta hace poco hacía referencia a lesbianas, gais, trans, bisexuales, intersexuales y a la que hubo que agregarle hace poco la Q -para integrar a los “queer”, personas raras- y tocó añadirle más recientemente el signo +, para dejar la ventana abierta para extender la inclusión a los subsiguientes hallazgos de especímenes humanos diversos.
Dicha comunidad, repito, es absolutamente respetable, tienen todos los derechos del mundo, pero no al extremo de maltratar y burlarse de los más altos valores de comunidades como la cristiana, la más grande del mundo, practicada por más de 2.400 millones de personas.
Post-it. Me topé en radio con un curioso programa llamado “El Cartel Paranormal”, en La Mega FM, y allí se tocó el tema de marras. Algunos comentaristas llegaron a concluir que todo se debía a un complot fraguado entre los illuminati y los fracmasones para subvertir el orden existente, arrasar con la Iglesia Católica y sus valores y crear un nuevo orden plutocrático, ilustrado y perfeccionista…mejor deje así.