El hombre necesita salvación
La salvación es el punto de convergencia de las lecturas de este primer domingo de cuaresma. Jesucristo es el nuevo Adán, que en el desierto de la tentación y de la oración, salva al hombre de sus tentaciones y de su pecado, y le llama a entrar mediante la conversión y la fe en el Reino de Dios (Evangelio, Mc 1, 12-15). La salvación de Cristo está como prefigurada en la salvación que Dios realizó con Noé y su familia (la humanidad entera) después del diluvio mediante el arco iris, signo de su alianza salvífica (primera lectura, Gén 9,8-15). El arca de Noé, arca de salvación, prefigura en la segunda lectura (1Pe 3,18-22) el bautismo, por el cual el cristiano participa de la salvación que Jesucristo ha traído a los hombres mediante su muerte.
Es una enseñanza constante de la Biblia. Igualmente una experiencia insita en la vida y en la conciencia de cualquier ser humano. El hombre que entra en su interior con sinceridad, descubre en sí unas fuerzas, unos impulsos que lo dominan, unas cadenas que le sujetan y no le dejan respirar libremente ni volar a las alturas que ardientemente anhela. El hombre, aherrojado en sí mismo y en la cárcel de un mundo hostil, busca una mano amiga, un redentor, un salvador, que rompa sus cadenas, que le permita volar por los espacios del amor, de la verdad, de la vida. La Biblia nos enseña que hay un solo y único Salvador, que es Dios, que nos ofrece su salvación en Jesucristo.
El hombre satisfecho de sí mismo, que se siente quizá humanamente realizado, corre el riesgo de pensar que la conversión es casi como una mancha en su vida de hombre honrado, algo indigno de su honor y del concepto que tiene de sí. Sobre todo, cuando la verdadera conversión no sólo es interior, sino que requiere hacerse visible en la vida de familia, en el trabajo profesional, en las relaciones con la sociedad. ¿No será pecado reconocerse pecador? ¿No será pecado dejar un camino que a los propios ojos y a los de los demás parecía recto, impecable, digno de alabanza? Tal vez haya hoy que decir a los hombres, a los mismos cristianos que convertirse no es pecado. En definitiva, es un ejercicio de sinceridad a toda prueba, incluso a prueba de dolor y a costa del prestigio humano.
No es pecado reconocerse pecador y querer cambiar, caminar por un sendero diverso al andado, volver quizá a comenzar la vida después de muchos años de existencia. Arrancar el miedo a la conversión, como si se tratase de algo horrendo y pecaminoso, es uno de los objetivos de la cuaresma. /Fuente: Catholic.net