P. OCTAVIO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 13 de Mayo de 2012

El amor de Dios

 

El tema del amor de Dios concentra hoy nuestro pensamiento. La primera lectura (Hch 10,25-26. 34-35. 44-8) nos muestra que el amor de Dios no tiene acepción de personas y que la salvación tiene un carácter universal, como bien lo demuestran los hechos sucedidos en la casa del centurión Cornelio.

Dios quiere que todos los hombres se salven y a todos les es ofrecido el perdón de sus pecados. La segunda lectura (1 Jn 4, 7-10), tomada de la primera carta de San Juan, hace una afirmación sorprendente: Dios es amor. Quien no ama no ha conocido a Dios. Por lo tanto, conocer a Dios, escucharle, seguirle, es sinónimo de vivir en el amor, de experimentarlo vivamente y hacerlo propio. El evangelio (Jn 15,9-17) nos presenta un momento de intimidad entre Cristo y sus apóstoles: ya no os llamo siervos, sois mis amigos, permaneced en mi amor. El amor de Cristo es expresión del amor del Padre. Así como el Padre ha amado a Cristo, así Cristo nos ha amado a nosotros.

El mundo que nos circunda nos hace dudar de la providencia de Dios. Por una parte, estamos acostumbrados a “asegurar” de algún modo el futuro. No nos gusta dejar nada en manos de otro, ni siquiera de Dios. Los grandes avances de la ciencia y de la tecnología han ampliado, casi sin límites, el deseo de dominar la materia y tenerla bajo estricto control. Todo se debe programar y nada puede quedar al arbitrio de alguna fuerza que no sea la del hombre mismo. Esta sed de dominio y poder sobre la materia no deja lugar en la sociedad humana a la providencia divina.

Para amar a nuestros hermanos debemos practicar la pureza de corazón. Y esto no es cosa de poca monta. La pureza de corazón significa estar desprendido del amor desordenado de sí mismo. ¡Cuánto mal se esconde detrás de esta impureza de corazón! Por el contrario, el que es puro de corazón ama con un corazón desprendido. Sabe negarse a sí mismo. No tiene acepción de personas. A todos trata con respeto y dignidad. Es universal en su amor y en su entrega a los demás. ¡Qué necesidad tan grande tienen los hombres y mujeres de nuestro tiempo de esta virtud! Una madre, un padre, de puro corazón es una persona que irradia confianza, seguridad, es luz en su familia, mantiene encendido el fuego del entusiasmo. Ayuda a crecer a cada uno de sus hijos sin compensaciones personales. La pureza de corazón desconoce la envidia y el egoísmo a ultranza. Los puros de corazón, según la bienaventuranza, “verán a Dios”. ¡Qué premio! Ver a Dios ya en esta vida manteniendo el corazón desprendido. /Fuente: Catholic.net