En Colombia y en casi todos los países del mundo, en los delitos contra la propiedad, cuando el acusado reintegra lo supuestamente apropiado, se le favorece con una excarcelación con fianza. Todo sistema punitivo, más que sancionar, busca resocializar, reeducar, regenerar. En las cárceles los buenos se vuelven malos y los malos peores. La privación de la libertad, mientras carezcamos de establecimientos reformatorios adecuados, es envilecedora y contraproducente.
El forzoso trato y contacto con los más temibles criminales, corrompe a los hombres relativamente honestos, y empeora a los dudosos y vacilantes. Nuestras cárceles son universidades del crimen. Allí se aprenden las técnicas más sofisticadas para toda clase de ilicitudes. La cárcel lejos de corregir, ejerce la más funesta influencia sobre el detenido. Si se dinamita el Club El Nogal, hay excarcelación; si se evade no. Esto no tiene sentido. Paternalismo con los terroristas y saña con los que trabajan. Esta discriminación viola el principio de igualdad y de justicia.
Fue mucho lo que luchamos en Colombia, para acabar con frases humillantes como éstas: Un auto de detención no se le niega ni al mejor amigo”, “Detengamos, mientras encontramos la prueba”, “Investigación sin detenido, es una frustración”, “Hay que buscar un preso, no al verdadero preso”. El espíritu represivo de algunos investigadores es fatal. Los abusos serán inevitables.
El profesor Jorge Enrique Gutiérrez Anzola, siendo presidente de la H. Corte Suprema de Justicia, en un célebre fallo, demostró con argumentos contundentes la ventaja de la excarcelación.
El castigo económico siempre causa una aflicción, un sufrimiento, pues si algunos infractores llegan a habituarse a la prisión, nadie se habitúa al pago de una suma, sobre todo si es onerosa; la multa es flexible y divisible; se adapta cual ninguna otra a la situación económica del acusado, a diferencia de la pena de prisión, no degrada al empresario, ni deshonra a su familia, ni constituye obstáculo para su rehabilitación social, no el sancionado abandona a su familia para ir a un panóptico, ni pierde su empleo o clientela; es también recomendable desde el punto de vista económico, pues, además de constituir una fuente de ingresos para el Estado, no supone para éste, a diferencia de la pena de prisión, gasto alguno.
Nuestras cárceles construidas para 50.000 cautivos alojan 142.000. La congestión es asfixiante. La Cárcel Nacional Modelo de Bogotá fue adecuada para albergar a mil reclusos. Con frecuencia la población carcelaria en ese centro ha subido a 5.000. En cualquier panóptico del país impera el hacinamiento, el ocio y la promiscuidad. A los jóvenes los agrupan con los homosexuales, a los infractores ocasionales con secuestradores, a los acusados de delitos menores con los terroristas. Los enfermos mentales comparten celdas con los que han delinquido por primera vez, traumatizándolos en forma irreparable.
Cuando una persona recupera su libertad, ésta casi siempre se convierte en un “leproso moral”. Despectivamente se le dice: “Ese… estuvo en la cárcel”. Se le cierran todas las puertas. No le dan trabajo. Los créditos se alejan. La misma familia a veces lo mira con recelo y desconfianza.
La pena no tiene como fin la aniquilación del infractor. El sujeto activo del delito es también una personalidad de valor moral y psicológico, con nexos colectivos y positivos de garantías jurídicas, y no podemos borrar todo esto por un extravío, cuando tenemos otras soluciones alternativas.