Si las cifras de participación facilitadas por Junts per Catalunya son las que dicen que fueron en la reciente consulta (en torno al 73 % de la militancia), estaríamos ante una verdad matemática de difícil digestión. A saber: la patada al tablero institucional, por renuncia de Junts (el partido de Carles Puigdemont) a seguir en el Govern, ha sido cosa de unos 1.500 catalanes (55 % de los militantes que dijeron "no" a seguir gobernando de la mano de ERC).
Algo así ocurrió recientemente con la elección de Liz Truss como sucesora de Boris Jonhson al frente del gobierno británico, sin pasar por las urnas. Unos cuantos militantes conservadores han cambiado el destino de 68 millones de ciudadanos. Tal cual: solo un 0,3 % de la ciudadanía del Reino Unido ha decidido que Truss sea primera ministra.
También en Cataluña pocos cambian el horizonte de muchos. A mi juicio, para bien, aunque eso va por barrios. Sostengo que la situación creada tras la implosión del bloque independentista, que desafió al Estado en 2017, abre la puerta a la transversalidad, la cierra al exclusivismo identitario, aleja la tentación del unilateralismo inspirado en una secesión incompatible con el orden constitucional y, por fin, orienta la gestión pública hacia las cosas de comer y no las de soñar.
En términos estrictamente políticos, se consolida la hegemonía de ERC en el campo nacionalista, mientras que el partido de Puigdemont y Borrás (ya sin el pegamento del poder) pierde visibilidad, pierde poder y queda abocado a partirse en la marginalidad compartida con la sediciosa ANC (Asamblea Nacional de Cataluña).
Pero el dato más relevante del análisis es la previsible mejora de las posiciones socialistas en su descompensada sociedad de socorros mutuos con ERC, que ya funcionaba a escala nacional. Por un lado, se dispara el protagonismo de un Salvador Illa con nula vocación de convertirse en un subalterno de Aragonés. Por otro lado, vemos como la necesidad que Pedro Sánchez tiene de los 13 diputados de ERC en el Congreso viene a equipararse con la necesidad que a partir de ahora Aragonés tendrá de los 33 diputados del PSC en el Parlament.
Mi presunción está cargada de lógica: lo que vale para lo mayor (política nacional), vale para lo menor (política catalana). Siempre que desaparezcan de la ecuación las inaceptables pretensiones unilaterales que han amargado la convivencia social durante la década del "procés".
Y todo parece indicar que así va a ser, una vez que la fractura ERC-Junts lleva implícita la exigencia de centrarse en mejorar las condiciones de vida de los catalanes. En ese propósito aparecen comprometidos tanto el presidente de la Generalitat, Pere Aragonés, como el líder del principal partido de la oposición, Salvador Illa. Buena noticia.