“Lo único que se debe romper es el pecado y la tristeza”
Quienes participamos de la santa misa a diario, hemos escuchado recientemente una insistencia de Jesús: permanecer en Él, en el amor, en el vínculo entre vid y sarmiento. Crear vínculo y sostenerlo. Podría decirse de otro modo: anclar en alguien, en algo, en un lugar de la existencia, en un proyecto de vida, en un amor, en un territorio. Jesús añade a su insistencia una afirmación fuerte: “Sin mí no pueden hacer nada”. Hace poco leímos una noticia según la cual los matrimonios que permanecen más de veinte años, experimentan mayor felicidad. Pero no hay que ser ningún genio para darse cuenta que las personas que perduran en los aspectos importantes de la vida logran resultados muy significativos que son los que al final dan sentido y alegría a la vida.
Nos han querido vender ideas totalmente contrarias a todo lo anterior. Relaciones humanas desechables, puestos de trabajo por un tiempo, soledad a cambio de familia y compañía, muerte en lugar de vida, escepticismos en lugar de fe. Es como una cultura del abandono, del rompimiento de los grandes vínculos de la vida. Está basada esta propuesta en un presupuesto según el cual la vida humana se puede reinventar de tanto en tanto. Como si las fuerzas no se agotaran nunca, como si el corazón pudiera recomponerse a gusto, como si lo grande no requiriera años de lucha, quizás todos los años de la vida. En parte, esta cultura de la no permanencia puede ser el reflejo del mundo virtual con sus consultas exiguas, mínimas, emotivas, desconectadas de un contexto real. No es extraño, pues, que en el mundo actual encontremos tanta gente sola, pues dejó de permanecer aquí o allá y en el ocaso del día o de la vida, el desierto es su hábitat.
De nuevo Jesús: “El que persevere se salvará” ¿De qué?, preguntará alguno. De muchas cosas. De perderse para Dios. Pero también de la soledad completa, de la sequedad del alma, de la tristeza en el corazón. El que persevere, el que permanezca, se hará cada vez mejor persona, mejor en su estado de vida propio, sin duda mucho mejor en sus tareas. Este ir y venir incesantes que hoy nos quiere atrapar paga mal. Nos puede hacer vivir como extraños dondequiera estemos. Nos hará morir lejos del amor, la tierra propia, el cielo que nos vio nacer. Si al hombre y a la mujer de hoy los invitáramos a permanecer, a arraigar, a crecer, a esperar con sabiduría los frutos y a saborearlos, quizás les estaríamos dando luz para su camino. Animar a las personas a romper o descuidar sus vínculos más vitales puede no ser una idea tan humana. Tal vez el único estado en el que no hay que permanecer es en el del pecado y la tristeza y buena idea es romper con ellos. Permanecer tiene que ver con la buena paciencia del sembrador que le permitirá también recoger frutos. Como cuando una fiesta está muy buena, a muchas personas deberíamos decirles hoy, respecto a las situaciones más importantes de la vida: “No se vaya, quédese que aquí estamos felices”.