Política exterior: sólo adjetivos y una navaja embotada | El Nuevo Siglo
Domingo, 2 de Febrero de 2025

Cuando un sustantivo ha perdido su sustancia -cuando no queda más que la cáscara, la forma sin materia-, se recurre con frecuencia a adjetivarlo, quizá con la esperanza de que el adjetivo compense el vaciamiento del sentido, la pérdida del significado. Paradójicamente, la maroma lo pone todo aún más en evidencia.

Adjetivar está de moda. Basta hablar de democracia, de economía, de justicia (tal vez el sustantivo más erosionado y, en consecuencia, el más adjetivado): tarde o temprano emergerá el calificativo; será incluso exigido y reclamado. Antaño, esas palabras se explicaban por sí mismas, porque tenían algo que decir. Ahora han perdido todo su poder, y se recurre al ensalmo de la añadidura para remediar (o disfrazar) la inanidad a la que han sido reducidas.

Otra cara de la misma moneda:  la de las cosas que, por sí mismas, carecen de sustancia y, por esa razón, sólo pueden enunciarse mediante adjetivos. Tal es el caso de la política exterior del actual gobierno colombiano, que alcanzó su pináculo el domingo pasado.

¿Cuál es la política exterior de este gobierno? Nadie puede afirmar nada sobre sus objetivos, porque nadie los conoce a ciencia cierta. Y, en el supuesto de existan, nadie puede tampoco pronunciarse sobre la estrategia definida para alcanzarlos, porque no la hay, o es tan discreta que ninguno la ha visto todavía.  Ni hay cómo justipreciar su pertinencia, que depende de su contenido, que es también una incógnita -o, como diría Churchill: “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”-.

Lo que hay es un puro hacer, un mero comportarse, una conducta de política exterior improvisada, impulsiva, personalista, aventurera, hiperactiva, hiperbólica, errática, contradictoria, dogmática, y, aunque recalcitrante, imprevisible.  Una conducta de política exterior que refleja, como espejo límpido, la conducta habitual de su artífice. Una política exterior -aquí viene el adjetivo que remata- esencialmente idiosincrásica.

Una semana después del episodio, ¿están los migrantes colombianos en Estados Unidos -regulares e irregulares- mejor protegidos?  ¿Está más balanceada la asimétrica relación bilateral? ¿Están más abiertos los canales de interlocución entre Washington y Bogotá? ¿Está Colombia en posición más ventajosa o favorable para negociar con Estados Unidos, no sólo la cuestión migratoria, sino cualquier otra de la agenda común -construida durante décadas, de la que ha sacado tantos réditos y que tanto le ha costado-? ¿Incrementó Colombia su relevancia e influencia en la región? ¿Estableció un precedente que otros quisieran emular al definir los términos de su interacción con la Casa Blanca y su retornado inquilino -tan parecido, a pesar de su signo contrario, al que habita la Casa de Nariño-?  ¿Alcanzará la reculada para encauzar la relación más importante para el país y para sus ciudadanos?

La navaja de Hanlon sugiere que no hay que atribuir a la maldad lo que bien puede explicarse como fruto de la estupidez. El número de tontos es infinito y, por lo tanto, la estupidez es siempre más probable que la maldad. Pero a veces la estupidez es tan recurrente que la navaja queda embotada. Sólo un malvado auténtico puede ser tan reiteradamente estúpido.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales