La pandemia no debe hacernos olvidar el mayor padecimiento que sufrimos los colombianos desde los años setenta del siglo pasado. Hemos sido víctimas del flagelo terrorista del narcotráfico en una duración y dimensión que ningún otro país ha conocido en los tiempos que nos ha correspondido vivir. Su persistencia alimentó una violencia que no cesa, impactó la ética pública y ciudadana e impidió la expansión del Estado Social de Derecho en el territorio nacional.
Nada ha detenido su crecimiento, ni siquiera el acuerdo y desmovilización de las Farc-Ep que terminó principalmente en la legalización de las fortunas de los principales comandantes de la Farc, acumuladas en décadas de narcotráfico y terrorismo, sin que el Estado y sus instituciones pudiesen copar los territorios que sirvieron de asentamiento y protección a los insurgentes narcotizados. Hoy, debemos aprender de esta experiencia porque ya no se trata de posturas ideológicas, ni de reivindicaciones sociales, sino de la más seria amenaza que se cierne sobre la soberanía y seguridad nacionales, no sólo por razón de la presencia de los carteles mejicanos del narcotráfico, sino también por la íntima relación de los grupos armados organizados (GAO) con el gobierno de Maduro, en un escenario geopolítico de confrontación.
La presencia de los carteles mejicanos y su relación con los GAO han fomentado el crecimiento de los mercados ilegales y, por consiguiente, el aumento de la violencia en Colombia. Todos los GAO se han visto favorecidos con la expansión de esos carteles en Colombia y con la abundante financiación que prodigan, que han provocado una importante reconfiguración de los mercados de la droga. Los voluminosos flujos de capital y de armamento han potenciado al Eln, a las disidencias de las Farc, al Clan del Golfo, Caparrapos, Pachencas, Pelusos y demás agrupaciones afines en sus actividades criminales y en el control de territorios y comunidades que coinciden con los que asolaban, controlaban y maltrataban los contingentes de las Farc-Ep.
Esta situación exige políticas y estrategias de seguridad distintas a las diseñadas en el conflicto con la insurgencia, y no pueden centrarse en una negociación con el Eln, tan necesario para Maduro privado de su testaferro Alex Saab, que sólo beneficiaría a los ancianos jefes elenos y proveería nuevos contingentes a los GAO.
La presencia de las instituciones en todo el territorio es un elemento esencial del Estado Social de Derecho y un factor primordial de seguridad, convivencia y desarrollo económico. Exige una política y una doctrina militar que respondan a los desafíos que enfrentan la seguridad y soberanía nacionales. La carencia de ellas cuestiona la legitimidad de las instituciones, favorece una pérdida de claridad en su misión y genera desconcierto e indolencia en las fuerzas armadas, hoy a la defensiva y atravesadas por disensos que no son propios de su naturaleza. De ellas dependen la paz, la seguridad nacional y la vigencia de nuestras instituciones democráticas. Son indispensables para terminar esta otra pandemia de dolor y violencia.