POR P. CLEMENTE GONZÁLEZ | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Noviembre de 2014

LUCAS 19, 41-44

Jesús llora

En  aquel tiempo, al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.

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Meditación del Papa Francisco

También  esta enseñanza de Jesús es importante verla en el contexto concreto, existencial en la que Él la ha transmitido. En este caso, el evangelista Lucas nos muestra a Jesús que está caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino les educa confiándoles lo que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de su alma.

Entre estas actitudes están el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, también, la vigilancia interior, la espera activa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera de la vuelta a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a cogernos

 para llevarnos a la fiesta sin fin. (S.S. Francisco, 11 de agosto de 2013).

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Reflexión

Jesús también lloraba, igual que tú. Tenía sentimientos, se alegraba con las buenas noticias de sus discípulos y se entristecía con la muerte de su amigo Lázaro. Igual que nosotros. Por eso conoce perfectamente el corazón humano, pues Él pasó por los mismos estados de ánimo que experimentamos nosotros. Aquí le vemos llorar por Jerusalén, la ciudad del pueblo elegido, con quien Dios estableció su Alianza. Desde hacía siglos había escogido a Abraham y a sus descendientes, confió a Moisés la misión de sacar al pueblo de la esclavitud, le dio un Decálogo, le guió con amor, le envió profetas y le preparó para la venida de su Hijo. ¡Cuánto esperaba Dios de ese pueblo! Sin embargo, vino Jesús a este mundo "y los suyos no le recibieron".

La historia de Israel puede ser muy bien nuestra historia. El Señor pensó en cada uno de nosotros y nos dio la vida a través de nuestros padres. Luego nos hizo sus hijos adoptivos en el Bautismo. Y no ha cesado de derramar gracias para que seamos santos... Sin embargo, somos como la Jerusalén por la que Jesús lloró: fríos, insensibles a todos estos dones. ¿Cuántas veces meditamos en el sacrificio que hizo Jesús en la cruz por nuestros pecados (los de cada uno)?

Hoy intentaremos no ser el motivo de las lágrimas de Jesús. Vamos a acogerle y a poner en práctica su mandato -el de la caridad con todos-, pidiéndole que perdone nuestras infidelidades y nos dé a conocer "su mensaje de paz". Fuente: Catholic.net