A veces, desgracias como el magnicidio fallido de Donald Trump dejan ver lo peor y lo mejor del ser humano.
Y lo dejan ver más allá de la condición del asesino, de sus problemas mentales, de sus traumas, problemas de adaptación, de desempeño y de valoración o aceptación social.
Incluso, más allá de sus eventuales conexiones políticas, algo de lo que dará cuenta la investigación propia de la Cámara de Representantes.
Como sea, y volviendo al punto, el acontecimiento permite ver las dos caras que definen ideológicamente a la naturaleza humana.
Una, es la del heroísmo, el altruismo y la defensa del sistema, entendido como la relación entre los valores esenciales y el papel que se le otorga a la violencia.
La otra, la del culto a la muerte, la destrucción, la banalidad ante el mal y la perversión, esto es, la aprobación implícita o explícita del crimen como conducta política.
Muestra de la primera faceta es Corey Comperatore, un exjefe de bomberos que murió por los disparos contra Trump.
Al abalanzarse sobre su esposa y su hija para protegerlas, él ofrendó su vida.
Entonces, al morir como un héroe, Comperatore es el claro ejemplo del rechazo a la violencia y al terror como método político.
En cambio, una funcionaria llamada Jacqueline Marsaw, es la típica representante de la segunda tendencia.
Integrante principal del equipo asesor del congresista demócrata que preside nada menos que el Comité de Seguridad Nacional, este personaje se deleitó con el atentado.
Para no andar con rodeos, lo que ella hizo fue expresar públicamente lo mismo que muchos también estaban pensando en ese instante, solo que en silencio ( ‘ … ¡¿Por qué fallaste?!): “tómate algunas lecciones de tiro para que la próxima vez no falles”.
Por supuesto, la burócrata fue despedida de inmediato, pero lo verdaderamente importante es su desparpajo, la frivolidad con que asumió el acto violento y la incitación al odio en que incurrió.
Lo cierto es que en todas las sociedades conviven estas dos tendencias que no tienen nada que ver con el maniqueísmo, ni con la ingenuidad.
En efecto, aquel que en su intimidad, o en sus acciones, aprueba la violencia, ya sea de baja intensidad (verbal, gestual, simbólica), o de alto impacto (física y directa), es aquel que frente a un atentado se pregunta justamente eso: “¿Por qué diablos no remataron la faena, o no completaron la tarea”?
Por el contrario, quien rechaza el culto a la violencia y, antes bien, protege a otros, no es un pacifista, ni mucho menos un masoquista, o victimista.
Es un demócrata. Un demócrata que, justamente por eso, sabe cómo hacer uso legítimo de la fuerza; sabe en qué consiste el derecho a la legítima defensa ; y sabe que no puede haber paz para los malvados.
vicentetorrijos.com