Aunque Sor Juana Inés de la Cruz se refería a la prostitución, su famoso verso ha sido adoptado como definición de la conducta corrupta: “¿O cual es más de culpar/aunque cualquiera mal haga:/la que peca por la paga/o el que paga por pecar?”, porque la corrupción es un delito biunívoco, entre dos, es “co-hecho”, y hoy se ha convertido en global, en delito trasnacional.
Estados Unidos emprendió la lucha contra la corrupción internacional en los setenta, cuando una investigación estableció que más de 400 compañías reconocieron pagos cuestionables o ilegales por más de 300 millones de dólares a oficiales de gobiernos extranjeros, políticos y partidos. Nació entonces la Ley sobre Prácticas Corruptas en el Extranjero (1977), con la cual se pretendía, además, movilizar a la comunidad internacional para restaurar la confianza en el comercio mundial. Para entonces, las “comisiones” eran legales en Europa, y en Francia y Alemania eran deducibles como “gastos empresariales”.
Solo hasta los noventa surgieron las Convenciones Internacionales contra la Corrupción. La de la OEA en 1996; la OCDE y la Unión Europea en 1997, en tanto que la ONU culminó su proceso hasta 2004 con una convención suscrita por 130 países. En Colombia, el primer Estatuto Anticorrupción fue la Ley 190 de 1995, sancionada por un gobierno acusado de llegar al poder con dineros del narcotráfico, dando lugar al caso de corrupción política más traumático para el país: el proceso 8.000.
El nuevo Estatuto Anticorrupción -Ley 1474 de 2011-, es creación del Gobierno que reinventó los Auxilios Parlamentarios bajo el nombre de Cupos Indicativos -mermelada que llaman– para aglutinar a la Unidad Nacional que pupitrea la refundación del país al estilo Farc. Entre tanto, campea la corrupción empresarial (el que paga por pecar) a la institucionalidad pública (el que peca por la paga) a todos los niveles e instancias del Estado, sin una respuesta de las entidades de control, que parecen enterarse por los medios (recuérdese el carrusel bogotano) o por la justicia de otros países, como en los casos del fútbol y de Odebrecht, destapados en Cortes estadounidenses.
Frente a este último escándalo, que pone en riesgo la Ruta del Sol y la navegabilidad del Río Magdalena, el Gobierno se apresuró a dar una vergonzosa muestra de opacidad, paradójicamente a través de su Secretario de Transparencia, quien se fue por el camino de las medias verdades para acusar al gobierno Uribe, refiriéndose a uno de los dos párrafos dedicados a Colombia en el documento de 74 páginas, en el cual, efectivamente, se afirma que 6,5 millones de dólares se pagaron a un funcionario entre 2009 y 2010, pero olvidando intencionalmente que el primer párrafo se refiere a que, en total, 11 millones se pagaron entre 2009 y 2014, es decir, 4,5 millones más durante el gobierno Santos.
Mal mensaje. La corrupción es endémica en Colombia; no tiene color político. Los corruptos se roban los dineros de la salud, el alimento de los niños y los impuestos. Entre tanto, una nueva Reforma Tributaria afectará el bolsillo de los más pobres, con un mensaje entre extraño y risible: El que le robe poquito al Gobierno –hasta ¡5.000 millones!– no tiene cárcel. Razón tiene el Fiscal en que esa medida contra la evasión es un saludo a la bandera.
Un 2007 sin corrupción suena a deseo de Año Nuevo sin consecuencias, pero el Gobierno y el país tienen la obligación moral de hacer ese propósito frente a un verdadero cáncer social, más grave que la violencia misma y causa cierta de la desigualdad y la pobreza.
@jflafaurie