Los juristas de Pedro Sánchez libraron el día que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea emitió una resolución en respuesta a las preguntas del juez Llarena sobre cómo debe atenderse una "euroorden". O bien el Gobierno solo había hecho una apresurada lectura sobre lo que debe hacer la justicia belga ante la petición de la justicia española si esta le pide que entregue a los dirigentes independentistas procesados por los acontecimientos de octubre de 1917 en Cataluña.
Moncloa y los medios afines han entendido que el Tribunal de Luxemburgo afea la conducta de Bélgica por paralizar la euroorden, respalda al Tribunal Supremo (reclamante de los huidos) y allana el camino para poder sentar en el banquillo al ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, y el resto de fugitivos (Puig, Comín, Ponsati).
Me encantaría compartirlo y firmarlo, pero no está tan claro. Más bien lo veo como un ambiguo pronunciamiento del alto tribunal europeo sobre la calidad democrática del Estado español. Una especie de "sí, pero". En vez de avalar con todas las de la ley el orden jurídico vigente en nuestro país encarga a Bélgica la tarea de verificarlo. Y si Bélgica consigue demostrar de forma fehaciente que en España se vulneran derechos fundamentales (tutela judicial efectiva en este caso), queda habilitada para rechazar la euroorden cursada por nuestro TS.
Ante lo cual, uno se pregunta si es que el alto tribunal de la UE carece de ciencia propia para saber si la democracia española es o no de fiar en materia de garantías procesales para llevar a cabo un juicio "equitativo" a un presunto delincuente o a un grupo "objetivamente identificable". En otras palabras: parece que el tribunal europeo necesita de terceros para informarse de si el Estado español presenta "deficiencias sistémicas" que justifiquen la negativa a cumplir una euroorden.
Si estamos de acuerdo en que la calidad del Estado de Derecho en España es incuestionable, las quejas contra Puigdemont, por desacreditarlo, deberían extenderse al mismísimo Tribunal de Luxemburgo por quedarse en tierra de nadie a la hora de pronunciarse sobre la cuestión de fondo. La de determinar si España es un país de dudoso compromiso con los valores que deben inspirar el funcionamiento de un orden jurídico sano.
Puigdemont es la estrella de este fatigoso asunto, con el que llevamos cinco años con tendencia a prolongarse. Y el tribunal europeo no da demasiadas facilidades para ponerlo a disposición de la justicia española. Incluso abre nuevos caminos dilatorios, porque está claro que Bélgica se tomará su tiempo para formar criterio sobre la calidad del Estado de Derecho en España, mientras Puigdemont ya prepara sus recursos para el caso de que el tribunal europeo acabe retirándole la inmunidad de la que goza ahora como europarlamentario. O sea, que prisas, ninguna.