Nos estamos ahogando en el mar de plástico que el mundo produce cada año y que está siendo esparcido por doquier, con la complacencia activa o pasiva nuestra, y la desidia de las autoridades administrativas y legislativas, tanto locales como internacionales.
En vez de disminuir, los países industrializados como Alemania y Estados Unidos aumentan vertiginosamente la generación de los residuos plásticos, en un 4 y 12% respectivamente, informó recientemente una importante organización ambiental.
Y lo que es peor, es que solamente el 9% de esto se está reciclando. Es decir, que el otro 91% está por ahí depositado en cualquier parte contaminando este planeta.
Sobra imaginar lo que está pasando en países superpoblados como la India y China, o en los del tercer mundo, tan poco respetuosos del medio ambiente.
No es de extrañar, pues, que cada año veamos una mayor acumulación de estos elementos. Las montañas de envases, llantas, botellas, juguetes, tapas, empaques, utensilios, ya hacen parte del paisaje.
El gran escritor colombiano William Ospina, en su libro “Es tarde para el hombre”, publicado hace un poco más de dos lustros, reflexiona acerca de la ínfima utilidad de un vaso desechable, convirtiéndolo en símbolo de la sociedad de consumo actual, en la que todo se elabora para que dure poco y así obligar a su reemplazo por algo que, seguramente también tendrá un uso efímero.
Sin duda hoy todo se ha vuelto desechable. Ya no son solamente los empaques y utensilios de comidas y bebidas, o las prendas de vestir. Hay millones de residuos electrónicos, de equipos de cómputo, celulares, baterías, electrodomésticos, esperando por una disposición final.
En el período legislativo anterior me correspondió ser ponente de un importante proyecto de ley que buscaba eliminar las bolsas plásticas de un único uso, que son aquellas elaboradas de un material sumamente delgado, tan livianas que el viento puede levantarlas y transportarlas en cualquier dirección a muchos metros de distancia. Son producidas de manera abundante por la industria, debido a su bajísimo costo, de solo pocos centavos la unidad, siendo por ello también muy utilizadas por el comercio, en especial por almacenes, supermercados, droguerías, etc.
Dicha iniciativa no tuvo eco en ese momento entre las mayorías de la Comisión quinta del Senado, y fue archivado. Lastimosamente se perdió un tiempo en el que se ha seguido padeciendo de su uso y abuso en el país.
Sin embargo, pareciera que la historia ha empezado a cambiar.
Avanza en el Congreso el proyecto de ley número 210/18 del Senado, el cual busca prohibir el ingreso, comercialización y uso de las bolsas, pitillos, vasos desechables, de icopor o poliestireno, en el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Algo es algo, peor es nada. Inicio tienen las cosas.
Cómo es de triste y deprimente viajar por nuestras carreteras, para ver las cunetas a lado y lado de la vía repletas de estos desperdicios, y observar de igual manera, lotes de terreno vecinos a los municipios que se cruzan.
Desplazarse por ejemplo, desde Cartagena hacia Playa Blanca, paraíso natural en grave riesgo por la masiva y descontrolada afluencia de turistas, a raíz de la apertura del puente ubicado en el sector de Pasacaballos, es percatarse de cómo en cada arbusto de los llamados trupillos, que se caracterizan por tener gran cantidad de espinas, cuelgan decenas de danzantes bolsas, cual decadente y descolorido árbol de navidad, sin gracia y sin brillo, para recordarnos con vergüenza nuestro desorden e inconciencia.
Los ríos y quebradas ya no son solamente cloacas adonde van todas nuestras inmundicias, sino que también sus riberas son un cuadro de naturaleza muerta. En sus lechos, en cada palo y en cada piedra que sobresalen del agua, reposa algún trozo de este material.
Y qué decir de nuestros mares, que dan ganas de llorar viendo las imágenes de peces, tortugas y aves marinas, agonizar atragantadas por alguna bolsa que confunden con alimento.
Tan efímero como el uso de un vaso desechable, así es nuestro paso por este mundo, como para ir dejando una huella que durará un mínimo de 100 años, que es el tiempo que toma en degradarse el plástico que entregamos como herencia.