Independientemente de belleza o fealdad, el semblante de los seres humanos se relaciona con la percepción que tenemos de ellos. Alá no tiene rostro y el de Jesucristo permanecen, corresponde al de hombre joven, de finos rasgos, largo cabello y mirada penetrante según historiadores y creyentes.
La cara es el espejo del alma, lo primero que vemos en otra persona para reconocerla, saber cómo está de ánimo, de salud, otorga individualidad e identidad, pero por efecto de la pandemia, del uso colectivo de tapabocas cada vez identificamos menos la fisonomía de nuestros semejantes, la de quienes encontramos en la calle, los profesores no ven la de sus alumnos en las aulas o virtualmente, los vendedores tampoco distinguen la de compradores, si nos presentan a alguien el contacto se encuentra disminuido, imposible descifrar la reacción de los conductores, ciclistas y policías, poseer bigote resulta equivocado.
Cierto que sin tapabocas las caras, los ojos de hombres y mujeres en ocasiones engañan, inexacto afirmar que los gordos son más risueños que los flacos o que hay delincuentes con buen rostro. Sin embargo, resulta lamentable constatar cuánto cuesta, desde hace dos años, distinguir facciones y apreciarlas. Malo vivir de y entre incógnitos, la personalidad sufre mengua.
Ojalá que comunicadores y publicistas hayan percibido el fenómeno, en política los rostros de los candidatos se pierden, surgen dudas en la hora de iniciar romances, las conversaciones adquieren tonos extraños, jamás imaginé que fuese tema de discusión la clase y forma de tapabocas, que los precios fuesen tan variables y los diseñadores presentaran tal cantidad de alternativas.
He conocido que los londinenses desde la peste negra, para evitar el esmog, la contaminación del tráfico y la amenaza de ataques con gas han usado tapabocas durante más de quinientos años, pero que la costumbre de ponerse mascarillas protectoras se remonta al menos al siglo VI antes de Cristo, sorprendente el hallazgo de personas con telas de boca en tumbas persas, poco se recuerda que en la gran plaga de Manchuria, en 1910, cuando el cien por ciento de los contagiados morían entre veinticuatro y cuarenta ocho horas después de presentar síntomas de contagio por la expansión viral aérea. Fue gracias al tapabocas que se concretó, en 1911, la terminación de la pandemia.
De ninguna manera recomiendo suspender su uso, son necesarios para protección del coronavirus que se transmite de persona a persona, especialmente en aglomeraciones o imprudentes reuniones; si la prenda hubiese sido empleada adecuadamente entre septiembre y octubre de 1918m periodo en el cual hubo 1500 muertos en Bogotá, castigada por la gripa española y alta cifra para una ciudad de 150.000 habitantes, el número de fallecidos registrados sería menor, lo cual no implica manifestar en mi caso que anhelo termine del todo la pandemia en beneficio comunitario, volver a ver como antes rostros por montón.
Con el tapabocas puesto, aspiro a que se haga realidad la afirmación de Khali Gibran: “Por muy larga que sea la tormenta, el sol vuelve a brillar entre las nubes.”