El confinamiento produce varios efectos que no habían sido experimentados individual y colectivamente al mismo tiempo.
Uno de ellos es el efecto cabaña. La gente se habitúa a la cotidianidad en su espacio doméstico y se siente amparado en las cuatro paredes.
Consciente de que la amenaza invisible puede estar a pocos metros de su residencia, se considera a salvo en el encierro y le cuesta plantearse el momento de volver a las calles.
Este fenómeno, relativamente parecido a la agorafobia, puede asociarse a un alto grado de responsabilidad social bajo el consabido lema de “quédate en casa”.
Pero la cuestión no es tan sencilla.
Como muchos sectores lo han destacado, el confinamiento puede sobrellevarse con facilidad “si el salario llega a tu cuenta bancaria”, o si los ingresos fluyen sin traumatismos.
En cambio, la exclusión y la miseria pueden desatar una rebeldía natural que se encuentra más próxima a la noción de sobrevivencia que a la de desobediencia.
En tal sentido, existe una profunda diferencia entre un anciano burgués que lucha desde su poltrona por salir a dar un paseo apelando a la madurez con la que puede asumir su responsabilidad individual, y la situación de un anciano indefenso o indigente.
Por otra parte se constata también una conducta que tiene su origen en la adaptación a las precauciones.
Al principio, cuando toda cuarentena constituye una novedad absoluta, el temor y la solidaridad se convierten en constantes.
De un lado, la gente está sobrecogida y enconchada, refugiada en su soledad o en el núcleo familiar con el que se siente reconciliado y repotenciado en la fe, el afecto y los valores compartidos.
De otro lado, las personas generan una solidaridad natural que hasta puede hace pensar que un virus “está cambiando la naturaleza humana”, haciéndola más cooperadora, interdependiente y altruista: donaciones, aplausos, ofertas, canciones, gratuidad.
Pero, semanas más tarde, esa rutina desconcierta, exaspera e irrita. Ni los conflictos (interpersonales o internacionales) desaparecen, ni el paraíso perdido es descubierto, ni las controversias se archivan para siempre.
Esta rutinaria adaptación a la precaución puede causar tal hastío, que muchas personas se sienten estimuladas o compelidas a romper el aislamiento; unos, mediante actividades aparentemente inocuas: festejos interfamiliares, contactos sexuales furtivos y reencuentros amistosos efímeros.
Pero otras rupturas pueden ser verdaderamente asombrosas y temerarias: la violación de la distancia social en los grandes almacenes de Inglaterra el pasado 15 de junio, el irresponsable manejo colombiano del que ya se conoce a nivel mundial como “Covid Friday”, las fiestas masivas en Cali, Barranquilla y La Dorada, o la Fiesta de la Música en Francia, durante la noche del 19 de junio.
En resumen, todos estos comportamientos conducen, independientemente de que la fuerza del virus “se vaya diluyendo”, a rebrotes sucesivos y a nuevos confinamientos.
Nuevos confinamientos que solo pueden explicarse en función del manejo frívolo y díscolo de algunos gobiernos, y al desparpajo, la fatiga, o la banalidad individual que, a veces, pulula más que el virus mismo.