Hace la edad de Cristo me despedí del Diario de la Capuchina, cuando la Cancillería de San Carlos, palacio regido entonces por el gran Augusto (q.e.p.d.) me distrajo por un tiempo de las actividades periodísticas, en un medio en que pude conocer y trabajar cercanamente con su Director, Álvaro Gómez Hurtado, maestro de maestros, con su hijo Mauricio, Juan Diego Jaramillo, María Isabel Rueda, Álvaro Montoya, Amílcar Hernández, Juan Daniel Jaramillo, Mario Jaramillo, Jaime Infante, Juan Gabriel Uribe, Vladdo (cuando era alvarista), Cecilia Rodríguez y Gabriel Melo, entre otros, todos ellos -algunos desparecidos- pertenecientes a una pléyade fascinante de intelectuales metidos en las latas de los linotipos, como forma rudimentaria de hacer Patria en cada amanecer.
Ingresé en tiempos coincidentes con mi último año de periodismo en la Javeriana, y entonces escribía columnas, crónicas y entrevistas, mezcladas con traducción de los grandes temas de revistas extranjeras que entre el Director y Juan Diego escogían. Empaté luego con la carrera del Derecho y me tocó vivir la Guerra de las Malvinas, cuando la Argentina que regentaba un tal Leopoldo Fortunato se debatía contra la Gran Bretaña de Margaret Thatcher, en una refriega que se inventaron por la propiedad de las islas Malvinas. Pues bien, pensé que mi paso por El Siglo iba a ser efímero, porque había dos editoriales, el principal, escrito por Álvaro Gómez y el otro, Rincón del Mundo -editorialito contiguo- a él atribuido, que escribía yo, sin que nadie lo supiera. Cuando empezó la guerra, el gran editorial se mostró decididamente a favor de Argentina, pero el mío a favor del contrincante, con argumentos jurídicos incipientes del Derecho Internacional que estaba aprendiendo con mi profesor Rafael Nieto Navia. Y me di el lujo de titular “Ius in Bello I”, queriendo decir que mi punto de vista iba a ser ampliado. Cuando salió la primera, no me atrevía a ir por el tercer piso del vetusto edificio de en frente de la Capuchina, temiendo que el Director me fuera a volver trizas.
No pude escapar por mucho tiempo. A las 11 am me llamó Teresa Báez, su fiel Secretaria (q. e. p. d). “Jorge -me dijo secamente- que suba, que el Dr. quiere hablar con usted”. Subí - firme como la gelatina- con cierto temblor en las piernas y con mucho rubor en las mejillas, como era mi estilo. “Hola, veo que no estamos de acuerdo en el tema, ¿no?” me dijo, de entrada, sin mucho protocolo. Yo solo asentí y me disponía a decir alguna barrabasada cuando el hombre concluyó su exposición - y nuestra breve entrevista de trabajo- diciendo: “Pero me gustó, está bien argumentado, siga adelante”, sonrió y continuó conversando con Rafael Bermúdez, entonces Editor.
Y bajé a la realidad de mi cubículo pensando que, por fin, le había ganado una pequeña batalla a un jefe. A él, gran faro de vida, a Juan Gabriel Uribe, actual Director, a Mario Contreras, Gerente, a su formidable esposa, mi compañera javeriana, Blanca Lucía Burbano, gracias por haberme permitido el retorno a éste, mi sublime hogar de tinta y de papel.