Creo que todos los seres humanos conocemos el sufrimiento, tanto en lo individual como en lo colectivo. Basta con echar un vistazo a las noticias para reconocer que como humanidad seguimos generando y padeciendo sufrimientos, todos desgarradores y lamentables, aunque algunos tengan mayor cubrimiento e impacto que otros. Esos padecimientos colectivos tienen eco en los personales, esos que nos creamos nosotros mismos, pues es lo que hemos aprendido generación tras generación.
Nuestra historia común está plagada de violencias de todo tipo y es preciso reconocer que todas ellas han hecho parte del proceso evolutivo. Aunque a veces nos creamos muy superiores, los seres humanos tenemos niveles de consciencia bastante incipientes; con todo ello, estamos en el proceso de desarrollarla, pues a ello hemos venido. Somos párvulos que requerimos comprensión y paciencia, pues estamos aprendiendo.
Creo que hemos requerido esos sufrimientos con el propósito de reconocer que podemos dejar de sobrevivir en la lucha para vivir en el amor. Sé y compruebo cada día que las cosas no ocurren por casualidad ni sin sentido, por tristes, terribles o dolorosas que sean. En esas calificaciones que le damos a lo que ocurre nos enredamos, nos perdemos del camino, pues invertimos nuestra energía en recrear en la mente eso espantoso que sucede o nos sucede y creamos discursos, con nuestra voz interior o en el diálogo con otros, enfocados en los problemas y no en las soluciones.
Cuando solo tenemos atención para los problemas, cuando además de ello en nuestros encuentros familiares o sociales los temas de conversación se basan en nuestra terrible percepción del mundo, se genera una masa mental que nos paraliza, aunque creamos que estamos transformando al país y al mundo. Resulta que ocurre todo lo contrario, pues con nuestra energía estamos alimentando eso que tanto criticamos. Es por esto que luego de hacer los duelos, solidarizarnos y lamentarnos por las situaciones en verdad tristes que nos circundan, necesitamos movernos hacia la acción, dinamizar la energía que corre el riesgo de quedarse estancada cuando nos anclamos en la queja, la crítica inútil, el juicio despiadado y nos regodeamos en el sufrimiento.
La clave, entonces, está en que seamos capaces de formularnos preguntas fundamentales para superar las crisis y que nos sacan de la victimización hacia el protagonismo, a asumir plenamente eso que nos ocurre, pues nosotros somos los responsables más allá de la intervención de terceros: ¿por qué me he generado este sufrimiento?, ¿para qué lo he vivido?, ¿qué puedo aprender de él?, ¿en qué forma lo puedo trascender?, ¿cómo puedo usar eso para ser mejor persona? Es posible que estas preguntas generen un rechazo inicial, una resistencia comprensible pues la generalidad es echarle la culpa a lo externo, bien sean los otros o la situación. Si nos damos el permiso de hacerlas y responderlas, encontraremos caminos. Ya Buda lo decía hace 2500 años: el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional, frase esperanzadora pues nos abre la puerta a buscar esas opciones que nos permitan vivir sin sufrimiento.