El respeto debido a las decisiones de la Corte Constitucional, no impide que se discrepe de ellas, particularmente cuando, desde el punto de vista jurídico -como ha venido ocurriendo en los últimos meses-, autos y fallos presentan inconsistencias, contradicciones o deficiente motivación. En tales casos, no solamente se tiene el derecho sino el deber de formular la crítica correspondiente, como contribución de la academia -en una democracia participativa- a la preservación de los valores y principios fundamentales, a la vigencia efectiva de la Constitución y a las rectificaciones a que haya lugar, en bien de la jurisprudencia y la doctrina.
La función que fue asignada por el Constituyente a la Corte Constitucional no consiste en apoyar o en atacar, desde el punto de vista político, las decisiones oficiales o las políticas de los gobiernos, ni tampoco en valorar la mayor o menor conveniencia y la oportunidad de las normas sometidas a su examen, sino en velar por la intangibilidad, la integridad y la supremacía de la Constitución, mediante el estudio y la confrontación jurídica, objetiva e imparcial de dichas disposiciones -inferiores en la jerarquía normativa- con los principios y reglas de nivel constitucional.
Cuando el artículo 4 de nuestra Constitución proclama que ella es “norma de normas”, está subrayando el postulado de supremacía o supralegalidad que la caracteriza en cuanto proveniente del poder originario y soberano –poder constituyente- del cual es titular el pueblo, y que siempre debe prevalecer sobre los preceptos dictados por los órganos constituidos.
Estos últimos -Congreso y Gobierno, por ejemplo- fueron creados por la Constitución, y fue el Constituyente, por medio de ella, quien, dentro de ciertas reglas y en determinadas materias, les otorgó facultades -que de otro modo no tendrían- para expedir normas jurídicas exigibles a los gobernados.
Por ello preocupa que, hoy por hoy, se observe una cierta tendencia de la Corte a debilitar el control de constitucionalidad y a obstruir, invocando formalistas y caprichosos criterios, el ejercicio de la acción pública de inconstitucionalidad por parte de los ciudadanos.
La Corte permitió que el Congreso -cuyo poder de reforma estaba sometido a reglas- las modificara mediante el “fast track” (procedimiento de reforma abreviado); que sustituyera al pueblo en la refrendación del Acuerdo de Paz; que sustituyera la Constitución en cuanto a la estructura de la justicia transicional. Y ha flexibilizado en grado sumo el rigor en la exigencia de sujeción de las leyes a la Carta Política, generando un creciente desorden institucional. Véase, por ejemplo, la manera irregular como se tramitan normas legales y hasta constitucionales en el Congreso, sin siquiera leer los textos, sin publicación oportuna, sin cumplir el reglamento y sin debate, todo lo cual -si se aplica el actual criterio de control constitucional- será avalado por la Corte.
Resulta, entonces, imperativo retornar a conceptos como los puestos en vigor desde 1920 por Hans Kelsen, y en Colombia por el Acto Legislativo 3 de 1910, por la Constitución de 1991 y por la jurisprudencia de los primeros años de su vigencia. Hay que fortalecer el sistema de control de constitucionalidad.
Reflexionen sobre esto en diciembre, señores magistrados.