Manifesté hace poco en el excelente foro llevado a cabo en la Universidad del Rosario sobre la Constitución de Rionegro, que uno de los fundamentos del sistema democrático radica en la estabilidad del ordenamiento jurídico, comenzando por la Constitución. Lo decía a propósito del conocido carácter rígido de la Carta de 1863.
Las constituciones escritas, a diferencia de las consuetudinarias, tienden a ser rígidas, difíciles de reformar, por cuanto exigen el cumplimiento de requisitos formales que garantizan su permanencia.
La Constitución de 1991 es formalmente rígida. Su modificación, bien que tenga lugar mediante acto legislativo del Congreso, por decisión de una asamblea constituyente o por referendo -las tres modalidades de reforma actualmente previstas-, exige trámites y requisitos que se deben observar a plenitud, so pena de inconstitucionalidad. Además, como ha sostenido la Corte Constitucional en cuanto hace al fondo de las enmiendas, hay límites competenciales: las reformas no pueden sustituir la esencia misma de la Carta Política.
Desde luego, no somos enemigos de las reformas constitucionales. No hay obra humana perfecta, lo cual implica que siempre podrá ser revisada. Una constitución irreformable tiene el peligro de ser revaluada por los hechos, por la evolución de la sociedad, por los cambios de naturaleza política, económica, social, ecológica, que se producen, en el plano interno o en el internacional.
Pero todo extremo es vicioso. Una Constitución, por su misma naturaleza, tiene una vocación de permanencia. El pueblo tiene derecho a la vigencia de sus normas, a su integridad y a su coherencia. No puede ser modificada por el mero capricho de quienes tienen la facultad de hacerlo, o por el prurito de corregir lo que quizá no necesita ser corregido; ni por motivos de coyuntura o de conveniencia política transitoria.
La Constitución requiere estabilidad. Las permanentes reformas, introducidas para fines que no son claros para la colectividad, ajenos al consenso de la ciudadanía, configuran verdaderos abusos del poder de reforma. Debilitan la Constitución. La convierten en un estatuto frágil y siempre provisional.
La Carta Política de 1991 se acerca ya a las sesenta reformas de carácter permanente -unas contradichas por otras- y son varias las iniciativas de modificación que se siguen proponiendo, la mayoría de ellas innecesarias, cuando lo cierto es que buena parte de las normas vigentes se han quedado escritas; no se cumplen; se han convertido en pura teoría.
Repito que no se trata de cerrar la puerta a las enmiendas constitucionales, sino de pensarlas, proponerlas e introducirlas con sindéresis y responsabilidad, cuando sean verdaderamente necesarias o aconsejables, con miras a mejorar o a actualizar el ordenamiento, en beneficio de la sociedad, no para satisfacer intereses menores o sin trascendencia institucional.
Una reforma constitucional debe ser concebida, discutida y examinada de manera prudente y seria. Sus proponentes deben justificarla. Debe referirse a asuntos de verdadera importancia y se debe confrontar con lo ya establecido, para evitar repeticiones, contradicciones, incoherencias, reglas improvisadas o inaplicables.
Piénsese, por ejemplo, si tiene algún sentido que un acto legislativo en trámite modifique la Constitución solamente para satisfacer a los viciosos consumidores de marihuana, dándole carácter “recreativo”, y propiciando su libre y dañina comercialización.