¿Cuántas veces hemos escuchado o dicho que algo es lo mejor del mundo? Ser mamá o papá es la mejor experiencia del mundo. El país X o Y es el mejor país del mundo. La montaña Q es la más linda del mundo. El río Z es el más bello del mundo. No tener hijos es lo máximo en el mundo. A estas opiniones les hace falta un detalle que no es menor, sino la clave de la subjetividad: es lo mejor del mundo, para mí. Generalizar a partir de una opinión particular es negar otras visiones de existencia, no mejores ni peores ya que no caben comparaciones, sino sencillamente distintas. Extender una opinión personal por encima de otras es quitar legitimidad a expresiones de la diferencia. Esa es justamente la discusión actual en las sociedades, que se debaten entre seguir con el pensamiento moderno presente desde hace quinientos años –desde el cual la verdad se impone a sangre y fuego– y los pensamientos posmodernos y post-posmodernos surgidos el siglo pasado, que plantean la reivindicación del sujeto, no por sí mismo sino como miembro de una comunidad de derechos.
La teoría se manifiesta en lo cotidiano. Por ello el lenguaje coloquial refleja estructuras de pensamiento que no se ven, pero se sienten. Desde la imposición de un punto de vista se cierra el diálogo, se cercena la posibilidad de escuchar otras historias, de enriquecer las miradas. Cuando pongo mi experiencia personal como la poseedora de la verdad absoluta veo al otro como pequeño, alguien que no ha tenido la gran suerte que he tenido yo al vivir esta experiencia o de pensar como yo pienso. De hecho, esta columna es solo mi opinión y no la verdad revelada. Una verdad parcial desde el lente con el cual miro la realidad, en este caso el pensamiento complejo. Cada ser humano tiene su propia historia, fruto de su genealogía, las condiciones de su encarnación, gestación y nacimiento, las costumbres familiares propias, de su educación y la cultura en la que está inmerso. Además de todo ello, cada ser humano tiene unas características fundamentales, un sello único, un mapa vital singular que no comparte con nadie más y que lo hacer ser lo que es.
La paradoja de la vida consiste en que a la vez que somos únicos e irrepetibles, compartimos semejanzas estructurales que nos hacen iguales, con las mismas necesidades básicas y el mismo llamado a evolucionar. La riqueza de esa evolución está justamente en las diferencias, en esas subjetividades que hacen de cada experiencia vital un tesoro entre los miles de millones que seres humanos que habitamos el planeta. Cuando somos capaces de reconocer nuestra propia subjetividad y su gran valor existencial, podemos valorar las diferencias ajenas, ricas en sí mismas. Cuando ponemos a dialogar esas subjetividades, sin imposiciones ni generalizaciones, somos capaces de construir nuevos aprendizajes, otras maneras de relacionarnos. Desde nuestras subjetividades hacemos sinergias, desarrollamos complementariedades, nos abrimos a otras experiencias vitales. Creamos con la diversidad que somos.