Escuchábamos el 24 de diciembre a Felipe VI, rey de España, reclamar que la Constitución de 1978 -que acaba de cumplir 45 años- sea cumplida y observada.
En sus palabras, “fuera del respeto a la Constitución no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertades sino imposición; no hay ley, sino arbitrariedad".
Sin hacer referencia expresa a la proyectada Ley de Amnistía -no prevista en la Constitución-, agregó un llamado que, según lo entendieron muchos, estaba dirigido a Pedro Sánchez -presidente del Gobierno- y a las Cortes -Congreso de los Diputados y Senado-: "Cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala". El equilibrio funcional del que hablara Montesquieu.
Lo curioso en este caso ha consistido en que unos y otros -la izquierda, la derecha y la extrema derecha- han invocado el discurso del monarca -jefe del Estado-, como un apoyo a su propia causa, en medio de la enorme polarización hoy existente, tras la investidura de Sánchez en el Gobierno.
Entre tanto, en Argentina, invocando también la Constitución, el nuevo presidente, Javier Milei, ha expedido un polémico decreto “de necesidad y urgencia” -algo similar a nuestros decretos legislativos de emergencia económica y social-, derogando y modificando numerosas leyes y eliminando garantías, subsidios y controles, con miras a erradicar la justicia social -a su juicio, un adefesio-, en nombre de lo que entiende por “libertad”. Ello ha provocado multitudinarias manifestaciones y el temprano arrepentimiento de muchos de sus electores. Comunidades, sindicatos, organizaciones sociales y destacados juristas han subrayado numerosos motivos de inconstitucionalidad en el texto, y se han referido a la ostensible invasión de la órbita legislativa del Congreso.
En Colombia, a nombre de la Constitución -en errónea interpretación del derecho al libre desarrollo de la personalidad (Art. 16)-, se protege a los adictos dependientes de sustancias alucinógenas y estupefacientes, para que las porten y consuman libremente en lugares públicos, sin importar el incremento del microtráfico, ni el inmenso daño que causa a la mayoría, compuesta por adultos no consumidores, niños y adolescentes, y sin que la Policía pueda hacer mayor cosa. Aunque la Constitución, en el mismo artículo 16, señala que el libre desarrollo de la personalidad tiene por límites los derechos de los demás y el orden jurídico, a la vez que el 95 estipula que el primer deber de toda persona consiste en respetar los derechos ajenos y en no abusar de los propios. Olvidan que el artículo 49 de la Carta Política -que afortunadamente no han podido derogar- dispone: “El porte y el consumo de sustancias estupefacientes o sicotrópicas está prohibido, salvo prescripción médica”.
En fin, habrá que ver en cada Estado si la invocación que se hace de la respectiva Constitución es ajustada a sus valores, principios y normas. O si, al contrario, políticos y funcionarios la toman como si se tratara de un escudo, o de un paraguas, con el fin de “legitimar” su posición, acomodándola e interpretándola de cualquier manera. Una Constitución política no es para eso.