De la reunión que sostuvieron el presidente estadounidense y su homólogo chino la semana pasada en San Francisco, en el marco de la cumbre de Apec, pueden decirse muchas cosas. Tanto Washington como Pekín hicieron un balance positivo, casi promisorio -y eso que Biden no se abstuvo de calificar a Xi de “dictador”, al comparecer después ante la prensa-. Algunos analistas han sido menos entusiastas y otros han sido francamente escépticos. Puede que todos tengan razón, a su manera. En cualquier caso, la imagen del encuentro, aunque borrosa, sigue valiendo más que mil palabras.
Indudablemente, la rivalidad geopolítica global que protagonizarán Estados Unidos y China será el rasgo distintivo del futuro próximo en la política internacional. Aquellos, menos “decadentes” de lo que algunos quisieran, y ésta, menos “revisionista” de lo que otros proclaman. Pero rivales.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la rivalidad entre potencias no se expresa de una sola manera. Puede ser conflictiva, pero también competitiva o cooperativa, y admitir múltiples combinaciones y permutaciones. Como lo enseña la experiencia histórica, lo importante es que sea administrada: regulada y no anárquica, lo menos azarosa y volátil posible. Cosa que no se logrará de un día para otro. Tal como ocurrió durante la Guerra Fría, el camino que conduzca a administrar la rivalidad entre Estados Unidos y China será previsiblemente sinuoso, y una vez señalado, el recorrido no estará exento de baches.
Lo que contará es la capacidad y la voluntad de ambos protagonistas de comportarse y reconocerse como rivales “comprometidos”. Ello requerirá la definición de líneas rojas y márgenes de tolerancia, el establecimiento de canales de crisis y válvulas de escape, la concesión recíproca de licencias retóricas, el respeto mutuo de afinidades electivas, y la compartimentación de la agenda bilateral y de su proyección en la relación de cada uno con terceros. Institucionalizar, en síntesis, por medios formales tanto como informales, una relación que a nadie conviene dejar desregulada.
Sería equivocado pensar que la administración de la rivalidad sinoestadounidense tendrá como telón de fondo una reeditada bipolaridad en la escena internacional. Tal como lo ha advertido recientemente el historiador británico Timothy Garton Ash, “El principio de la sabiduría es comprender que ahora vivimos en un mundo fragmentado entre múltiples grandes potencias y potencias medias que no se dividen simplemente en dos bandos”. Tampoco el de una clásica multipolaridad, ni homogénea ni heterogénea.
El panorama geopolítico contemporáneo es más bien “poliamoroso” -símil propuesto por Mark Leonard, del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores-, y en él viene ganando terreno el “multialineamiento”, según la fórmula empleada, con conocimiento de causa, por el líder indio, Narendra Modi.
Este es un dato clave a la hora de pensar, diseñar y aplicar las reglas para administrar la rivalidad entre Estados Unidos y China. Sólo la ausencia absoluta de reglas es más nociva que el establecimiento de unas desconectadas e incongruentes con la realidad que están llamadas a ordenar. Acaso por eso, la rivalidad administrada entre Washington y Pekín, de lograrse y para ser funcionalmente exitosa -en el conflicto, la competencia, y la cooperación-, será necesariamente también coadministrada.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales