La actual Constitución declara que el nuestro es un Estado Social de Derecho, organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de sus entidades territoriales, democrática, participativa y pluralista en el que las entidades territoriales gozan de autonomía para la gestión de sus intereses, y que dentro de los límites de la Constitución y la ley tienen derecho a gobernarse por autoridades propias, ejercer las competencias que les correspondan, administrar los recursos y establecer los tributos necesarios para el cumplimiento de sus funciones así como participar en las rentas nacionales.
La Constitución igualmente prevé que las competencias atribuidas a los distintos niveles territoriales serán ejercidas conforme a los principios de coordinación, concurrencia y subsidiariedad en los términos que determine la ley, la cual podrá establecer para uno o varios Departamentos diversas capacidades y competencias de gestión administrativa y fiscal distintas a las señaladas para ellos en la Constitución, o incluso delegar, a uno o varios Departamentos, atribuciones propias de los organismos o entidades públicas nacionales, en atención a la necesidad de mejorar la administración o la prestación de los servicios públicos de acuerdo con su población, recursos económicos y naturales y circunstancias sociales, culturales y ecológicas.
Dichos textos empero, como muchos otros, no encuentran aplicación en la realidad dentro del espíritu enunciado en la Constitución, en tanto que el legislador, y en ocasiones la jurisprudencia, les han dado una lectura restrictiva que privilegia una visión unitaria de la relación entre centro y periferia en contravía del equilibrio querido por el Constituyente para superar el viejo modelo de centralización política y de descentralización administrativa heredado de la Regeneración, reconocido entonces como insuficiente.
En realidad, buena parte el Título XI de la Constitución, que debía ser objeto de un consecuente desarrollo en la lógica de “derecho” de las comunidades para definir su propio destino y no de mera atribución de competencias, ha quedado en una especie de limbo que mantiene el carácter inacabado del modelo imaginado por el Constituyente en 1991 y que la ley orgánica respectiva no desarrolló, afectando la eficacia de los derechos de los habitantes en los territorios, la buena administración y la concepción de la diversidad como un valor que nos enriquece como nación.
Se hace necesario por tanto un cambio de perspectiva en esta materia, para darle su verdadero lugar a la autonomía territorial y al principio de participación ciudadana de los habitantes en la gestión de sus propios intereses. Esto comporta a su vez partir de la confianza en las capacidades de las autoridades y del buen criterio de los habitantes de los territorios para decidir su propio destino, y abandonar la lógica paternalista que los mantiene en una especie de minoría de edad.
Todo ello pasa por supuesto por una ampliación de los espacios de control por las comunidades de los agentes públicos locales para enmarcar sus tareas en los principios de la función administrativa y en los más altos estándares de gestión pública.
Es hora de mirar los territorios como escenarios del desarrollo y de reconocer las potencialidades que tienen para asegurar la realización de los fines del Estado, y en particular, promover la prosperidad general, la eficacia de los derechos y el cumplimiento de los deberes sociales. Ya es tiempo de ocuparse de la tarea pendiente de asegurar un ordenamiento territorial acorde con el modelo de descentralización y autonomía enunciado en 1991.
@wzcsg