El informe, La guerra inscrita en el cuerpo, del Centro Nacional de Memoria Histórica, se lee con dolor, con rabia, con vergüenza. Cada palabra hiere los sentidos, acorrala el alma, nos enmudece.
¿Quién no se siente avergonzado cuando confirma los testimonios sobre toda clase de aberrantes abusos sexuales cometidos por los grupos armados que ensangrentaron a Colombia durante más de cinco décadas?
Dan náuseas la violencia y la sevicia de cada crimen, cada dolorosa historia aquí contada: las atrocidades sexuales cometidas contra mujeres de todas las edades, desde niñas hasta ancianas, en algunos casos por machos en manada, como animales carroñeros. En otros, como en el caso de Raúl Reyes, oímos la voz de quienes siendo adolecentes fueron obligadas a ser guerrilleras y, por años y años, forzadas a servir sexualmente al “canciller de las Farc”. El aborto impuesto fue otro aberrante crimen contra la dignidad de la mujer.
El abuso sexual se usó profusamente por venganza u odio, para someter y humillar, para establecer dominio absoluto sobre sobre las gentes de determinados territorios, para castigar a madres que escondían a sus hijos para evitar que fueran reclutados como guerrilleros o, simplemente, por obtener un obsceno placer.
Según este informe, ningún actor del conflicto armado colombiano es inocente en lo referente a crímenes sexuales contra la mujer, aunque todos niegan haberlos cometido. Sin embargo, todos, en mayor o menor grado, los cometieron. Así lo dicen las cifras que registran 4.837 casos cometidos por paramilitares, 4.722 por las guerrillas y 206 por agentes del Estado.
Lo peor es que estas cifras son mínimas comparadas con la magnitud de la realidad; se considera que más del 84 por ciento de estos crímenes quedan en silencio, pues a las victimas les da vergüenza o temor denunciarlos. El silencio es lo usual, ¡cómo no! si aunque se denuncien, los culpables logran impunidad.
Copio las palabras de los investigadores porque no hay una mejor manera para expresar y analizar lo ocurrido: “Las múltiples voces y silencios, principalmente de mujeres, confirman la magnitud de la violencia con que sus cuerpos han sido sometidos, apropiados, despojados de su humanidad. La violencia sexual se ha constituido en una modalidad de violencia que cumple distintos fines de acuerdo con los objetivos de los actores armados y de los distintos momentos de confrontación, pero con el común denominador de estar sustentada en arreglos de género que privilegian la construcción de masculinidades despóticas y perpetúan la objetivación de los cuerpos femeninos”.
Esta vergonzosa tragedia nacional no se puede ignorar. Para repararla los colombianos tenemos la obligación de evitar que se repita y reparar el honor de las mujeres agredidas. El castigo para los culpables debe ser ejemplar, de manera que sea disuasivo. Ellos han de sentir el dolor de la marca sobre la piel que dejaron en sus víctimas y la humillación. Así quizá logremos evitar la repetición. Se lo debemos a las mujeres que han contado su historia y a las que callan.
El país así lo ha entendido, de ahí la decidida actuación de los congresistas al legislar, por amplia mayoría, que los autores de crímenes sexuales contra menores (mayormente niñas) deberán ser juzgados por la justicia ordinaria y no tendrán acceso a la JEP, ni a ningunos de sus beneficios y prerrogativas. Esto es un buen comienzo.