Nos falta mucho trecho para comprender que la muerte no es una enemiga, sino la puerta que nos conduce hacia la trascendencia. Desde una visión estrecha de la existencia, morir es sinónimo de tragedia: tal vez por ello nos lleven bastante ventaja las culturas orientales, que creen desde hace milenios que la existencia es un continuo de encarnaciones, como lo creía también el cristianismo en sus orígenes. Pero a este lado del mundo, se sigue proclamando el descanso eterno en espera del juicio final, algo que de hecho resulta contradictorio.
Posiblemente sea la inevitabilidad de ser juzgados por un dios castigador, que condena o absuelve, lo que nos aterre de la muerte y nos impida verla como lo que en realidad es: el retorno al lugar al que pertenecemos, porque más que cuerpos con espíritu somos espíritus en medio de una transitoria experiencia material. ¿Para qué, entonces, encarnar? ¿Cuál será el sentido de nacer y morir? Creo que para aprender, acumular experiencias que nos permitan, como los espíritus que en realidad somos, ir creciendo en amor y avanzando en consciencia.
Crecer en amor, pues aún no lo comprendemos del todo, lo cual no es cuestionable pues la comprensión es un proceso vital escalonado y -como todos los procesos– con avances y retrocesos. Solemos limitar el amor a una emoción, en principio proyectada hacia nuestro entorno más cercano. A medida que vamos avanzando nos damos cuenta que para amar a otros es imprescindible amarnos a nosotros mismos y, entre torpezas y aciertos, aprendemos a cuidarnos y darnos el lugar que nos corresponde, para poder hacerlo luego con los demás. Paulatinamente, de encarnación en encarnación, aprendemos a soltar los juicios, para poder amar de verdad, reconociéndonos como aprendientes perpetuos, que cometemos errores –muchos y de todo tipo– para poder avanzar. Así, vamos reconociendo que no hay seres humanos mejores que otros, que todos somos iguales y compañeros de viaje. Vamos aprendiendo también a amar a la naturaleza, a eso otro que nos sostiene y que no valoramos y por el contrario destruimos más y más, pues nos falta avanzar en consciencia.
El camino de ampliación de consciencia es personal, largo e ineludible. En realidad no hay nadie inconsciente: solo estamos en diferentes etapas de aprendizaje, que vamos alcanzando en la medida en que nos auto-observamos y sanamos. Llegaremos algún día a no matar y no juzgar, incluso a quien mata, sin por ello justificarlo. Mientras tanto, podemos empezar por no juzgarnos a nosotros mismos, amarnos incondicionalmente, enmendando los errores, perdonándonos, cuidándonos para no caer en el hueco de siempre y reconciliándonos con la muerte.
En nuestras culturas mediáticas hay muertes que nos impactan más que otras, pero en realidad la muerte es una sola. Dependerá de qué tanto la comprendamos, en miedo o en amor, la forma en que asumamos la vida. Las circunstancias de nuestra muerte las hemos creado y las seguimos construyendo. Entre más amemos y más conscientes seamos, más armónicas serán nuestras vidas y nuestras muertes.