El poder no llega solo
LA lucha por el poder es el motor de muchos talentos y el promotor de no pocas de las desgracias que padece la humanidad. El poder es el fin supremo de la política, el designio más alto al que aspiran tantos hombres y no pocas mujeres.
En una obsesión que suele carcomerlos toda la vida, los políticos aspiran a obtener el poder con la supuesta intención de resolver los problemas de ‘la humanidad entera que entre cadenas gime’. Sin embargo, una vez instalados en alguna de sus cumbres (llámese presidencia, alcaldía, gobernación, etcétera), nos salen con el cuento de que el ostentar tal nivel de poder no es suficiente. Por eso, ante el primer tropiezo, cada gobernante -nacional, regional o local- se escuda en la tesis de que encontró todo descuadernado, que la situación resultó peor y que la crisis es más profunda de lo que le habían dicho.
Sólo en ese momento, cuando los acosan las dificultades, los dirigentes políticos salen a decir que, pese a todo el poder que manejan, no pueden hacer nada y olvidan que cuando estaban de candidatos prometían hacer de todo. Llegan incluso a lamentarse con pose de la soledad del poder, como esperando la solidaridad y la comprensión de sus electores.
Sin embargo, a sabiendas de todo lo anterior, conscientes de que el poder no lo es todo y de que la política es tan desagradecida, ¿por qué tantas personas lo persiguen tan afanosamente? Semejante contradicción sólo se explica al repasar las razones supuestas y las razones reales que las llevan a buscar el poder, para diferenciar la retórica de la práctica.
Al disfrazar sus reales ambiciones, los hambrientos de poder aducen curiosas razones que van desde la vocación de servicio hasta la recuperación de los valores, pasando por el sacrificio personal o el rescate de las instituciones. Pero todos sabemos que esos pretextos, esas respuestas de cajón, ocultan el verdadero incentivo de quienes van tras el poder, y que se reflejan en un inmenso deseo de reconocimiento público y social, en los beneficios asociados al ejercicio de un alto cargo, en una infinita megalomanía y, sobre todo, en ese complejo mesiánico que les hace suponer que ellos han sido enviados del cielo a salvar a sus semejantes.
Quienes resulten elegidos este domingo tienen que entender que con esa cuota de poder adquieren también el compromiso de cumplir cabalmente con su deber, aunque eso no implique necesariamente el pago estricto de todas sus promesas electorales; al fin y al cabo una cosa es hacer campaña y otra gobernar. Y como humanos que son, tienen derecho a equivocarse, pero no a obrar de mala fe; pues, como decía el presidente Darío Echandía, en política se puede meter la pata, pero no la mano.