Entre el sábado 23 y el domingo 24 de noviembre hubo alto voltaje en la vida musical de Bogotá.
No se trata de afirmar que se trate de un hecho aislado que en el mismo fin de semana haya habido colisión de eventos. Pero sí que, por tratarse de conciertos excepcionales, no cupo la posibilidad pasarlos inadvertidos.
Protagonista del de la tarde del sábado la Filarmónica de Bogotá bajo la dirección de su titular, el sueco Joachim Gustafsson, para conmemorar un aniversario más de la firma de los Acuerdos de Paz en el León de Greiff de la Universidad Nacional.
Justamente por la conmemoración, la orquesta resolvió volver a interpretar la Cantata por la paz del mundo de Jesús Pinzón Urrea (Bucaramanga, 1928 – Bogotá, 2016), uno de los grandes de la composición durante la segunda mitad del siglo pasado y primeras décadas del presente.
Pinzón recurrió a textos, proclamas los denominó, de personalidades de la vida nacional: Alegría Fonseca, Salomón Hakim, Belisario Betancur, José Salgar, María Luisa Uribe de Charry, Lilian Gruter y un gamín, Juan Darío Restrepo.
La ejecución, que contó con la participación de los coros, Juvenil, Pre-juvenil y Masculino de la Filarmónica, con la soprano María Paula Pataquiva, discurrió sin sobresaltos, como era de esperarse, porque Gustafsson y la orquesta no cejaron en su empeño de hacer la mejor interpretación de la música de Pinzón, un compositor de muchos quilates, eso es innegable. Ahora, como suele ocurrirles a los compositores con este tipo de obras de ocasión el resultado no suele ser el ideal y la cantata de Pinzó no es propiamente una excepción; salvo por la penúltima proclama, a cargo de la soprano y el coro, la con texto del niño Restrepo, donde Pinzón, y los intérpretes desde luego, consiguieron salir de esa especie de atmósfera rutinaria -¿originada en la similitud de los textos?- por el espíritu juguetón de la música que sugería una ronda infantil. Si algo hay que destacar del trabajo es que no se trata de una celebración en sí, sino de una reflexión sonora.
Aplausos, cálidos, pero breves por parte del auditorio.
Pontinen, Gustafsson y la Orquesta de Chopin
La interpretación de la segunda obra del programa, el Concierto nº1 en mi menor para piano y orquesta, op.11 de Frederick Chopin, permitiría una digresión, porque no debió poner de acuerdo a tirios y troyanos. Solista el sueco Ronald Pöntinen, dicho sea de paso, en algunas grabaciones suyas para el sello Philips, contó con la renombrada ingeniería de sonido de la colombiana Martha de Francisco.
Su interpretación anduvo más por los caminos de la intimidad, el control emocional y el cuidado por el detalle; válido si hemos de recordar que, como pianista, el sonido del compositor andaba más por esos caminos que por la espectacularidad, por ejemplo, de su contemporáneo Liszt. Es decir, el Chopin del sábado, seguramente no habría molestado al compositor, porque fue rico en matices y con momentos seductores, en particular por su manera de resolver los pasajes en pianissimo. Hoy en día, pues no hay que extrañarse que, una fracción del público eche de menos la sonoridad impresionante, por ejemplo, de los virtuosos de la escuela rusa, herederos de los formidables fuegos de artificio de Liszt que, dicho sea de paso, aprendió muchísimo en su momento del refinamiento sonoro de Chopin.
Capítulo aparte para la labor de Gustafsson al frente de la orquesta. Porque en sus manos la sencilla orquestación de Chopin de 1830, casi en los terrenos de la simpleza, cobró otra dimensión. No uno, sino muchos musicólogos, han llamado la atención sobre el hecho de que, en medio de esa orquestación tan sencilla, parece surgir una cierta sugerencia brahmsiana; pero Brahms nació en 1833. Lo cierto es que Gustafsson no se limitó, al simple acompañamiento sino a recrear la atmósfera intensa que tanto le conviene a la partitura. Dicen que es cualidad de los buenos directores extraer lo mejor de la música y eso ocurrió el sábado.
Ein Heldenieben, OP. 40 de Srauss
Durante la segunda parte del programa, no hubo cabida para ninguna discusión, porque el desempeño de la Filarmónica fue el de una gran orquesta. No una gran orquesta de Latinoamérica o cosa por el estilo, sino una gran orquesta que perfectamente habría podido tocar Ein Heldenleben op. 40 de Richard Strauss ante cualquier auditorio.
Ein Heldenleben es una obra maestra donde las haya y, por lo mismo, una prueba de fuego para cualquier orquesta. La versión del final de la tarde del sábado fue brillante sin caer en sonoridades extravagantes o innecesariamente virtuosísticas, tuvo grandeza, mucho terciopelo en las cuerdas, metales poderosos y persuasivos, gran desempeño de las maderas, cuyo sonido en otras ocasiones ha parecido estar en tela de juicio. Y bueno, la acústica del auditorio anduvo a la altura.
Las intervenciones del concertino Luis Martín Niño, en el tercer episodio del poema, Des Helden Gefährtin fueron todo lo incisivas y penetrantes que se pudiera desear. Dicen de ciertas interpretaciones que se funden con la atmósfera donde ellas ocurren: este Strauss de Gustafsson con la Filarmónica tuvo eso.
Si fue, o no, en su momento una desvergonzada auto-glorificación del compositor, a quién le importa, si él mismo lo negó categóricamente en un par de ocasiones.
Un público desconcertante
Un aplauso apenas de recibo para la obra de Pinzón. Durante el Chopin espectadores que, sin la menor consideración con la orquesta, el director y el solista resolvían retirarse del auditorio y un aplauso desatinado tras el primer movimiento. Bueno, el aplauso a Strauss sí fue formidable.
Los que se retiraron del auditorio, se perdieron el Strauss… o tal vez no lo merecían.
La verdad, un comportamiento muy lejos, pero muy lejos del que por años ha sido el del público del León y de la Filarmónica.
¿Lo que nada nos cuesta…?