Marcel Proust: 150 años de la pluma universal de la novela | El Nuevo Siglo
El legado del autor, quien llevó una vida introvertida y marcada por la enfermedad, fue fundamental para la literatura contemporánea.
Foto Wikipedia
Domingo, 11 de Julio de 2021
Redacción Cultura

De la pluma de un hombre introvertido, producto de la sobreprotección de su madre, pero prolífico, Marcel Proust, uno de los novelistas franceses más destacados, construyó un legado que aún luego de 150 años de su natalicio representa un hito fundamental para la historia de la literatura contemporánea.

Nacido en París, en 1871, en el seno de una familia tradicional católica, Proust es el autor de obras emblemáticas, entre ellas En busca del tiempo perdido, con la que ya se empezaba a gestar su gran ciclo de ficción, que lo llevaría a la gloria literaria.

Genio literario

Su madre, quien pertenecía a la élite parisina, tenía una mayor cercanía a Marcel, mientras que su padre, un brillante médico nombrado jefe de la clínica de la Facultad de Medicina de París, mantenía una relación muy estricta y lejana de su hijo.

Su infancia fue marcada por la enfermedad, pues a sus nueve años sufrió el primer ataque de asma, lo que lo llevó a tener una vida en casa, aislado del mundo bajo la protección y cuidados de su mamá y a ser un niño introspectivo, pero inteligente. Esta enfermedad lo acompañó durante toda su vida hasta el día de su muerte.

En la secundaria el genio literario que llevaba dentro comenzaba a asomarse. Una época en la que su amor por las letras se hacía cada vez más notable siendo un destacado estudiante con excelentes calificaciones, incluso en la universidad formándose en conocimientos literarios, humanísticos y científicos.

Aunque en sus primeros años de adolescencia no se notaba su interés por el mundo literario, presionado por su padre para conseguir un empleo entró a trabajar en la Biblioteca Mazarino en París, donde finalmente se decidió por la vocación de la escritura.  



A partir de allí Marcel cedió ante el ritmo de la vida social asistiendo a grandes eventos con figuras célebres de la época. Pero su inspiración para sus obras seguía siendo la quietud y el silencio. Así, el escritor publicó su primer texto en 1896 Los placeres y los días, una compilación de relatos que significaría materia prima, con sus personajes, para uno de sus libros insignia más adelante y el cual contó con el prólogo de Anatole France.

Una pérdida detonante

El autor francés estuvo toda su vida bajo la sobreprotección de su mamá, por lo que creó un vínculo tan fuerte con Proust que cuando murió, el escritor entró en depresión, pasando gran parte de sus días en cama.

Pero no todo fue negativo para Marcel, pues su pérdida y tristeza fueron detonante para dedicarse totalmente a la escritura, iniciando su ciclo de novelas En busca del tiempo perdido, un viaje al interior de su memoria.

Esta novela autobiográfica tal vez es una de las más importantes de la herencia que dejó Proust, al ser considerada una de las obras cumbres de la literatura no solo francesa, sino universal y una de las más icónicas del siglo XX.

A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva, Por el camino de Swann y El tiempo recobrado son los volúmentes que componen esta obra, publicados entre 1913 y 1927.

Debido al desinterés al principio por los editores, Proust publicó el primer libro Por el camino de Swann con sus propios recursos. Pero para su segundo volumen, obtuvo un reconocimiento importante, pues con A la sombra de las muchachas en flor se alzó con el prestigioso Premio Goncourt.

‘El remitente misterioso’

Así mismo, los libros La biblia de los Amiens, Crónicas, Jean Santeuil y Contra Sainte-Beuve complementan el legado del francés, que sigue vigente en el 150 aniversario de su nacimiento, especialmente con el lanzamiento este mes de El remitente misterioso y otros relatos inéditos, bajo el sello de Lumen.

Para conmemorar esta fecha y la vida y obra de este genio literario EL NUEVO SIGLO le trae un fragmento de este libro inédito, que cuenta con el prólogo de Alan Pauls:

“¿Inéditos de Proust? La noticia regocija y desconcierta. Un siglo después de En busca del tiempo perdido, la idea de que algo pueda haber quedado fuera de la proustíada impresa suena extrañamente desafiante. ¿No lo incluía ya todo esa novela-río, esa novela-mundo? ¿No incluyó con retroactiva voracidad, casi hasta hacerlos desaparecer, el Contra Sainte-Beuve, Jean Santeuil, El indiferente, Los placeres y los días. Parodias y misceláneas, y todos los textos que tuvieron la osadía loca de vivir antes que ella? ¿Y no incluye también, de algún modo, todo lo que Proust podría haber escrito fuera, al costado, en los márgenes de ella, lo haya escrito o no, llegue a nosotros algún día o se pierda en una caja entre recortes viejos, como la que revisaba Bernard de Fallois cuando encontró los materiales de El remitente misterioso? «Un día me enteré de que mi vieja amiga Pauline de S., enferma de cáncer desde hacía mucho tiempo, no pasaría del año, y que se daba cuenta de ello con tal claridad que el médico, incapaz de engañar a su gran inteligencia, le había confesado la verdad.» Leemos la primera frase de «Pauline de S.», el relato que abre esta compilación, y algo —un ritmo, una respiración— se reanuda. Todo empieza tan in medias res que es preciso que haya habido algo antes: un cuerpo principal, un pasado, un impulso originario... Gracias al cordón umbilical de la frase, una continuidad se restablece: la cápsula, como en las películas del espacio, vuelve a la nave nodriza. «Pauline de S.» (y todo cuanto Proust haya escrito que se jacte de no estar en En busca del tiempo perdido) podría ser un relato intercalado, una anécdota interna, una posibilidad narrativa que quedó en el camino, varada en alguna paperole, uno de esos miles de proto-pósits que Proust pegaba sobre las pruebas de imprenta con sus «correcciones», manera bastante prosaica de describir lo que en rigor era el movimiento de una escritura que no podía detenerse. Si hemos leído En busca del tiempo perdido, siempre seguimos leyéndolo. Podemos parar, leer otras cosas, no leer nada en absoluto, olvidarnos incluso de que Proust existe. Seguimos leyéndolo de todos modos. O mejor dicho: Proust y su libro diabólico siguen leyéndonos siempre, ellos a nosotros. De ahí que todo nos remita a ellos.

Pero también podríamos pensar al revés. Pensar en En busca del tiempo perdido no como en un agujero negro absoluto, capaz de magnetizar y tragarse todo lo que entrara en su órbita, sino como en una máquina de expulsar, formidable fuerza centrífuga de la que nos llega, muy cada tanto, alguna astilla perdida, excepcional. Esta es una de ellas —la última, sesenta años atrás, como recuerda Luc Fraisse, editor de este libro, había sido el Contra Sainte-Beuve—. De modo que las esquirlas proustianas se hacen esperar. Las nueve que componen este libro, escritas presumiblemente hacia fines del siglo xix, mientras Proust trabajaba en Los placeres y los días, debieron viajar más de un siglo hasta aterrizar entre nosotros. ¿Por qué (salvo una) habían quedado inéditas? ¿Por qué Proust, al parecer, las archivó sin siquiera comentarlas con nadie? Fraisse despeja la cuestión sin rodeos: porque la mayoría de estos textos, dice, ponen en escena el deseo homosexual, un problema que ronda En busca del tiempo perdido. Pero Sodoma y Gomorra, el volumen que lo vuelve escandalosamente explícito, se publica de manera póstuma, lo que señala hasta qué punto Proust necesitaba alejarse, estar más allá, del otro lado de su novela, para decir sin rodeos lo que tenía que decir sobre el problema, y del modo en que pensaba que debía decirlo.