Uno de los imperativos para cualquier persona comprometida con la preservación de la naturaleza y la biodiversidad consiste en velar por la protección de los parques naturales: nacionales, regionales y locales.
Mantenerse alerta al respecto es una conducta apenas necesaria frente a las amenazas que se ciernen en la materia. Esto en el entendido de que se comprende por parque, no el significado común, sino un territorio delimitado con el fin mantener el área intacta, fruto de su enorme riqueza natural, características biológicas irrepetibles y especificidades científicas que no se encuentran en otras zonas.
En primer lugar, pues, se trata de amparar a la biodiversidad de todo cuanto signifique deterioro o destrucción, bajo un régimen especial. Y que asimismo permita, de una parte, mantener la inestimable selección conseguida por efectos de la naturaleza, pero de otra que también pueda ser motivo de constante y honda investigación.
Los parques o áreas protegidas cumplen, de igual manera, otras funciones no menos importantes. Aparte de comprender paisajes de esplendor extraordinario, colaboran de forma decisiva en la absorción de los gases de efecto invernadero causantes del calentamiento global. Incluso se consideran reductos para el traslado de poblaciones que, en caso extremo, puedan ser afectadas irreversiblemente por el fenómeno y otras incidencias catastróficas.
Al mismo tiempo, por supuesto, son sitios propicios para el turismo de naturaleza, dependiendo de la carga que permita cada parque, sin degradarlo, y que cada día cobra más vigencia en la nación. Pero no solo eso. Son territorios cruciales en la preservación de los servicios ecosistémicos que brindan, abasteciendo de agua a millones de usuarios y, por igual, sirviendo al riego necesario para la agricultura y el pastoreo ganadero, entre otros.
La idea de crear áreas protegidas con los componentes ambientales anteriores, algunos añadidos paulatinamente, nació en Estados Unidos al crearse el parque Yellowstone, en 1872. De hecho, testimonio del pensamiento ambiental decimonónico, incluida la génesis de aquel parque, está consignado en el magnífico libro titulado La invención de la Naturaleza, de Andrea Wulf.
En tanto, como bien lo dice el experto Omar Franco, director de Parque Nacionales Como Vamos −una iniciativa visionaria del empresario Alejandro Santodomingo y llevada a cabo con otros asociados−, el país debe poner su ojo avizor en el Parque Chiribiquete, de acuerdo con el informe presentado en la COP16. Porque, ciertamente, la pérdida de hectáreas devastadas por la deforestación, sumadas a las abrumadoras del Parque Tinigua, representa un flagrante atentado contra la conexión ecosistémica proveniente de la Amazonia. Afectando, por ende, no solo la biodiversidad por deficiencias en el proceso de humectación de la biósfera, sino la crítica recarga de los páramos colombianos. Con todo lo que ello significa en la provisión de agua para el 70% de la población del país.
Desde luego, el Chiribiquete es hoy la carta de presentación de Colombia ante el mundo. No solo por sus ríos voladores, su paisaje infinito, su riqueza biodiversa descomunal, sus pueblos indígenas contactados y no contactados y sus misteriosos y vernáculos relieves aborígenes que acaso nos señalan como el oculto país del jaguar que algún día fuimos. También porque, haciendo parte primordial de la Amazonia profunda, es eje ineludible de la supervivencia ambiental del Norte de Suramérica.
Consigna prioritaria en la actualidad debe ser “agua, agua y más agua”. Si bien hasta ahora las agudas tensiones al respecto asoman en el país, en comparación con otras naciones, de su preservación depende la vocación de futuro nacional. Hay que proponer, claro está, políticas plausibles en ese sentido. Por ejemplo, la reutilización sistemática del recurso; la consistente y no saltuaria pedagogía del ahorro y los estímulos a los efectos; la generalización de plantas desalinizadoras; la recolección metódica de aguas lluvias como política urbana y los paneles solares como obligación arquitectónica.
Pero no basta. También hay que actuar sobre el territorio. El área protegida del Chiribiquete, duplicada hace diez años y posteriormente llevada a más de cuatro millones de hectáreas como patrimonio de la humanidad debería ser motivo de un Plan de Acción específico, colombiano e internacional, que contara con los ingentes recursos para su amparo, el salvamento de las conexiones ecosistémicas y la preservación de las zonas interconectadas.
Ahora, que desde hace un tiempo ha nacido a ojos planetarios, debería no solo elevarse a rango constitucional su protección, como el río Magdalena (ojalá con mayor éxito), al igual que lograr un Fondo Especial de destinación exclusiva que, por lo demás, esté blindado de la tradicional manía gubernamental de, una vez conseguida la financiación internacional para el ambiente, trasladar los recursos para otras áreas apremiantes de la hacienda pública.
En efecto, lo que podríamos llamar el Plan Chiribiquete sería un gran propósito nacional (y mundial).