El descache de la ONU | El Nuevo Siglo
Domingo, 1 de Marzo de 2020
  • Naturaleza funcional de nuestra Fuerza Pública
  • Más respeto por la institucionalidad y soberanía

 

La democracia colombiana es una de las más antiguas y sólidas del continente. Esa premisa, que de tanto repetirse terminó convertida en frase de cajón, sigue teniendo, sin embargo, total validez. Los análisis comparativos de los sistemas políticos latinoamericanos y su respectiva evolución ponen de presente que la institucionalidad en nuestro país es una de las más fuertes y estables, lo que explica, a su vez, porque los grandes cambios constitucionales, como el del 91, no partieron de cero sino que se soportaron en un armazón ya muy maduro de los tres poderes públicos, introduciéndoles modificaciones para corregir sus deficiencias y fortalecerlos. No en vano los tratadistas suelen advertir que si las reformas a la Carta en determinado país dan lugar a una nueva institucionalidad, ello significa que la anterior caducó. En el caso de Colombia, por más ponderada que ha sido la reingeniería constitucional que está a punto de cumplir tres décadas, ella no reformuló al cien por ciento el aparato estatal y, por el contrario, conservó mucho del acervo institucional que rigió durante más de una centuria.

Recalcar esta característica de la evolución institucional de nuestro país es vital de cara a la controversia que se generó esta semana frente al informe anual de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. El respectivo diagnóstico sobre los avances y retrocesos de Colombia en la materia durante 2019, dio lugar a varias réplicas por parte del Gobierno. De igual manera, esa instancia hizo una serie de recomendaciones, una de las cuales generó mucha polémica, no solo por el contenido de la misma sino por el hecho de que se le planteara a un Estado soberano y democrático como el nuestro.

Tras un análisis sobre la forma en que las autoridades colombianas actuaron durante la ola de paros y marchas que se registró en noviembre y diciembre del año pasado, muchas de las cuales terminaron en actos vandálicos graves e incluso obligaron a decretar toques de queda en Cali y Bogotá, la dependencia de la ONU, que por acuerdo con el Estado tiene desde hace años una oficina permanente en el país para ejercer un monitoreo más detallado sobre la situación de derechos humanos, llegó al extremo de instar al Gobierno “… a restringir, en la mayor medida posible, y de acuerdo con las normas y estándares internacionales, el uso del Ejército en situaciones relacionadas con la seguridad ciudadana, incluida la protesta social. Así mismo, y de acuerdo con la necesidad de fortalecer la capacidad institucional de la Policía, recomienda transferir la supervisión de la Policía al Ministerio del Interior”.

Como es apenas obvio, la reacción del Ejecutivo no se hizo esperar ante la polémica recomendación que claramente va más allá del mandato acordado sobre el rol que cumple la Oficina del Alto Comisionado en Colombia. El propio Presidente de la República denunció como “intromisión en la soberanía de un país cuando se dice que la Policía debe pasar al Ministerio del Interior”, recalcando que ese es un “debate que les corresponde a las autoridades colombianas, en el marco de la institucionalidad colombiana”.

Que la Policía dependa del Ministerio de Defensa es una de las líneas institucionales más tradicionales en Colombia, y su permanencia en el tiempo en un país que sufrió cruentos periodos de violencia partidista y luego de conflicto armado interno, es ya de por sí prueba de su pertinencia dentro del orden estatal. La mayoría de los textos constitucionales del siglo pasado y del actual mantuvieron esa figura. De hecho en la Carta del 91 quedó inequívocamente establecido que la “Fuerza Pública estará integrada en forma exclusiva por las Fuerzas Militares y la Policía Nacional”, definiendo como función primordial de las primeras (constituidas por el Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea) la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional, en tanto que la segunda, en su naturaleza de cuerpo armado permanente de naturaleza civil, a cargo de la Nación, debe garantizar el ejercicio de los derechos y libertades públicas así como la seguridad y convivencia ciudadanas.

Si bien es cierto que en algunas ocasiones se ha propuesto que la Policía pase a depender de la cartera política, la idea nunca ha progresado, no solo porque urge garantizar su crucial estatus de cuerpo armado no deliberante, sino porque un país que ha afrontado los desafíos de violencias cruzadas de tipo subversivo, paramilitar, narcotraficante y de otras índoles requiere un trabajo conjunto y coordinado de su Fuerza Pública, tanto en su componente típicamente militar como en el de seguridad ciudadana. La diferenciación funcional y misional es tan clara, que en el caso específico de las protestas sociales, incluso cuando derivan en actos vandálicos, es el componente policial el encargado de restablecer la tranquilidad de la población, teniendo como última medida de contención el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad),  cuyo armamento es típicamente disuasivo. La utilización de tropas militares en labores de contención de paros y protestas es excepcionalísima y solo cuando el orden público es turbado gravemente y están en peligro inminente las vidas de los ciudadanos. Para no ir lejos, en los toques de queda que hubo de decretarse en Cali y Bogotá en noviembre pasado, las tropas militares fueron sacadas a las calles no para enfrentar directamente a los vándalos sino para custodiar zonas residenciales y puntos estratégicos que podrían llegar a ser blanco de los grupúsculos terroristas que se infiltraron en las marchas.

Visto todo ello, es evidente que la “recomendación” de la Oficina del Alto Comisionado no solo está fuera de lugar y sobrepasa los límites del mandato funcional acordado con el Estado colombiano, sino que constituye una clara intromisión en asuntos internos y de inequívoca naturaleza institucional y soberana de nuestro país. Con logros y falencias propias de una nación que continúa sufriendo violencias cruzadas, las autoridades de Colombia siguen comprometidas en la defensa de los derechos humanos. Hay toda una institucionalidad en pos de cumplir este deber legal y constitucional, cuya legitimidad y estructura no pueden ser puestas en duda.