El golpe a Laureano | El Nuevo Siglo
Domingo, 14 de Junio de 2020
  • Lo oportuno y el oportunismo
  • Ante todo, los derechos humanos

El golpe de Estado del 13 de junio de 1953, hace 67 años, no solo fue contra el presidente titular, Laureano Gómez, sino contra los conceptos elementales de la democracia a los que pedía acudir para relegitimar y salvar el sistema de la hecatombe militarista que se cernía en el ambiente. Porque no es como dicen hoy algunos, quizá con un oxidado tono sectario, inclusive en cierta crónica del periódico de mayor circulación, que fue un golpe supuestamente salvador, pero que el vocero de los golpistas, el teniente general Gustavo Rojas Pinilla, “finalmente decepcionó las esperanzas de quienes vieron su ascenso al poder como un paso a la restauración democrática y luego asistieron a su transformación en el dictador que hizo de esa coyuntura histórica una gran oportunidad perdida”.

Desde luego, para los que dicen bien de la democracia, nunca en el desplome democrático puede avizorarse ninguna “oportunidad perdida”. Semejante contradicción en los términos no da siquiera para excusar las actitudes antidemocráticas camufladas en circunloquios inexplicables, ni aun entre quienes suelen aducir de manera extemporánea la eficacia de Cincinato, con su cortísimo período de dictadura romana para justificar, sobre todo dentro del tropicalismo histórico latinoamericano, la toma del poder de forma ilegítima. Y menos, claro está, bajo la maniobra conceptual de un “golpe de opinión” (o estado de opinión), también tan traída a cuento en esa época por algún dirigente del partido Liberal, lo cual es otro oxímoron descomunal puesto que la opinión en democracia no se expresa en absoluto con las armas sino con los votos en las urnas.

No obstante, esa apreciación histórica de “oportunidad perdida” sirve de mucho y, en efecto, es muy atinada para dejar en claro cuál era el verdadero propósito golpista: sacar a Laureano Gómez del poder, fuera como fuera, después de haber obtenido la más alta votación de la historia hasta entonces. Por supuesto, fueron épocas calamitosas, luego de ese fenómeno trágico todavía inexplicado del 9 de abril de 1948. La campaña para el período 1950-1954 estuvo incidida de aquellas turbulencias sin par que ya venían en ciernes desde la llamada Revolución en Marcha y que con rigor detalla Francisco Gutiérrez Sanín en su libro La destrucción de una República, de 2017, donde el liberalismo juega un papel preponderante en la distorsión democrática colombiana de la etapa antecedente.

Pero a decir verdad el punto central consistió en que el partido Liberal daba por asegurado su triunfo en reemplazo de Mariano Ospina Pérez, para 1950, y quedó fuera de base cuando Laureano Gómez regresó sorpresivamente del exterior, luego de un exilio que no tuvo alternativa diferente de autoimponerse cuando, ese mismo 9 de abril, su casa fue incendiada, su periódico reducido a cenizas y fue además separado del gabinete a pedido de las directivas liberales, con la anuencia presidencial y como absurda resolución del nefando crimen de Jorge Eliécer Gaitán, mientras en la radio vociferaban que su mismo cadáver colgaba en la Plaza de Bolívar.

Bajo esas circunstancias, Laureano Gómez era a lo sumo considerado nada más que un muerto político, con su carrera pública sepultada para siempre. Sin embargo, al regresar, ganó la Presidencia mientras que el expresidente Eduardo Santos dio la orden de que, en el mismo diario de mayor circulación entonces de su propiedad, se desconociera la posesión y en adelante se borrara su nombre de todas las páginas, como bien recuerda su sobrino Enrique Santos Calderón en sus Memorias recientes. Aun así, en 14 meses de gobierno, especialmente en 1951, Laureano Gómez no solo logró un encomiable crecimiento económico, obtuvo una inflación cercana a cero, sentó las bases de la planeación en el país y fundó Ecopetrol, entre muchas otras actividades positivas, sino que dedicó sus esfuerzos a buscar la reconciliación y superar el anacronismo violento de las guerrillas liberales, fundadas para tumbarlo y que fueron el origen de las Farc (con los resultados de todos conocido), en un intento de diálogo que adelantó a través del expresidente Alfonso López Pumarejo, fustigado por ello por las directivas de su partido. Fue poco después cuando sufrió un infarto que lo hizo retirarse del solio hasta que, en 1953, cuando ya no aguantó más la indolencia democrática, retomó el ejercicio del cargo. Con un solo fin: impedir la violación de los derechos humanos por parte del B-2, así como llevar a término inmediato las investigaciones y sanciones sobre los macabros sucesos de septiembre de 1952 en la capital de la República.

En efecto, Laureano Gómez, desde su retiro convaleciente, le había pedido insistentemente al presidente encargado que destituyera al comandante del Ejército, teniente general Gustavo Rojas Pinilla, por las torturas inferidas por el B-2, bajo su responsabilidad, a un reconocido industrial colombiano y limpiara a las Fuerzas Militares de este tipo de procedimientos a todas luces anómalos. Como no lo hiciera, Laureano Gómez reasumió el 13 de junio de ese año, bajo aquella consigna de defender los derechos humanos que llevó a cabo. Pero Rojas, dueño del poder tras bambalinas, llegó al palacio presidencial, que Gómez había dejado para almorzar, y con frases patrioteras y altisonantes se hizo ilegítimamente al poder con un coro vergonzoso de áulicos que consumaron el desquiciamiento.

No fue pues, en modo alguno, el 13 de junio una “oportunidad perdida”. Porque una cosa es lo oportuno, que siempre será la defensa de la democracia, y otra el oportunismo que era plegarse al golpe, como todavía, a estas alturas, se empeñan algunos en disfrazar disque de redención. Pero algo ha de aprenderse de la historia. Por el contrario, esa fecha encarna la enseñanza impostergable de que nunca las dictaduras producirán frutos favorables. Fue la lección que, íngrimo solo, le dio Laureano Gómez al país. Y eso es para nosotros, nada más ni nada menos, el 13 de junio de 1953.