El plebiscito, en términos originales, es el acto por medio del cual se convoca a la plebe para que tome una decisión. Es de allí, de donde viene su raíz etimológica, cambiada posteriormente por la de pueblo. Sea lo que sea, se trata de conseguir la mayor voluntad política posible en torno de un asunto de difícil trámite por otros organismos o autoridades.
Cuando esa decisión se reduce a un trece por ciento de quienes pueden votar ya no puede decirse, sin embargo, que exista plebiscito. Podrá hablarse de cualquier otra figura, pero no ciertamente de la que tiene expresión constitucional y ha sido desarrollada en la ley colombiana. De hecho, en ella, para que pueda establecerse el plebiscito como tal se determinó al menos el 50 por ciento de votos afirmativos sobre un asunto dado, por cuanto se entiende que de esta manera puede decirse con certeza que se consultó el espíritu popular.
Reducir, por tanto, el plebiscito a tan solo cuatro millones cuatrocientos mil votos afirmativos, dentro de un escenario de 34 millones de votos posibles, es por supuesto desdecir de la importancia del acuerdo de paz. Mucho complejo de inferioridad existe, por lo demás, para poner un umbral tan bajo. Es tal la inseguridad existente sobre lo que se adelanta en La Habana y la idea de que lo que allí se conviene será rechazado, que la cacareada refrendación se ha convertido en una caricatura.
Finalmente, al jugar las fuerzas oficialistas de este modo, lo que están, aparte de estremecer el andamiaje constitucional, es prohijando el formulismo de una paz minimalista, débil y carente de legitimidad.
La gran fuerza del plebiscito de 1957, por medio del cual se terminó la guerra civil no declarada de mediados del siglo XX y se derribó la dictadura, fue que votó afirmativamente alrededor del 70 por ciento del censo electoral. En ese entonces, con total transparencia, se puso a consideración del pueblo el articulado consensuado que permitió la constitucionalización de los acuerdos. Ahora, con base en todas las actitudes del oficialismo, se pretende una paz con fórceps, llena de atajos y evitando la verdadera consulta al pueblo. Como esto es así, al estilo de un juego de azar, se invita a rajatabla a que el pueblo dé un “Sí” o un “No”, en paquete y en combo, con facultades extraordinarias al Jefe de Estado cuya única consulta obligada debe ser a las Farc.
Semejante distorsión democrática, en la que prácticamente se recurre a métodos dictatoriales y lejanos a las tradiciones de la democracia colombiana, demuestran el nivel de impaciencia y desespero frente a un acto que, por el contrario, debería fundamentarse en la serenidad y la concertación.
Nadie dice, por descontado, que un plebiscito no sea motivo de divisiones políticas cuando se usa como debe ser, tal cual ha ocurrido en los fenómenos secesionistas de ciertos países europeos. Pero cuando se busca llevar la bandera de la paz al interior de un país, de lo que se trata, naturalmente, es de enarbolarla por la fuerza de su propio mérito.
En el tema de la paz, no solamente es importante el resultado, sino cómo ha sido logrado. Es decir, tanto el fondo como la forma. Pero como ello no parece tener mayor importancia para los actuales estructuradores de la paz y se trata, en su defecto, de salir lo más pronto que se pueda de la materia, pues está bien que de una vez se convoque el plebiscito para comienzos del año entrante. La locomotora oficialista ha obtenido un triunfo en toda la línea, con base en la nueva figura plebiscitaria que en su momento presentó el senador Roy Barreras. Ha sido él, por supuesto, quien inventó la gloriosa salida y valga la pena poner los laureles correspondientes sobre su frente.
Como ya se sabe, en el Congreso no hay razones diferentes a las exclusivas y excluyentes que les son dictadas por el Ejecutivo. De manera que muy bueno que se inicie la campaña miniplebiscitaria desde ya. Con eso se ahorran la Mesa de La Habana y así de una vez salimos del embeleco parlamentarista.