El “régimen del terror” de Ortega | El Nuevo Siglo
Viernes, 29 de Octubre de 2021

* Las ilegítimas elecciones presidenciales

* Carta Democrática necesita más dientes

 

A menos que ocurra algo extraordinario a última hora, dentro de una semana se concretará en Nicaragua el más grave golpe a la democracia en ese país en las últimas décadas, peor incluso que la violenta y criminal dictadura de los Somoza.

El régimen autoritario de Daniel Ortega, en el poder desde 2007, celebra unas elecciones presidenciales abierta y absolutamente vergonzantes, que la comunidad internacional, con muy pocas excepciones, no reconoce ni legitima, ya que la campaña ha estado caracterizada por los más burdos atropellos del cuestionado gobierno de orígenes sandinistas pero hoy ya convertido en una satrapía. La idea es repetir lo ocurrido en 2018, cuando una protesta general contra el Ejecutivo de izquierda llevó a una represión violenta que dejó más de 300 ciudadanos muertos, centenares de presos políticos y más de cien mil personas que huyeron del país.

Con tal de asegurarse su permanencia en el poder, Ortega, su temida esposa Rosario Murillo, su clan familiar y toda la cúpula del régimen han estado detrás de la maniobra más grosera y evidente para sacar del camino a todos los rivales políticos y electorales. En menos de cinco meses,  aupado en un sistema judicial cooptado y corrupto, siete aspirantes presidenciales opositores, dirigentes de una decena de partidos políticos contradictores, voceros sociales, directores de medios y periodistas, así como los máximos líderes empresariales del país han sido capturados. Se les acusa, en general, de “traición a la patria”, “conspiración”, “incitar a la injerencia extranjera” y hasta de “lavado de activos”, entre otros delitos. Todo ello con base en una polémica y espuria ley expedida con la clara y desvergonzada intención de reprimir todo foco de oposición a que el régimen autoritario se perpetúe en el poder en unos comicios amañados, sin garantías y que tienen como único fin asegurar un cuarto, pero a todas luces ilegítimo, mandato consecutivo.

La crisis en la empobrecida nación centroamericana, con una economía debilitada y sufriendo el fuerte embate de la emergencia pandémica, es de tal magnitud que esta semana la Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió que se trata de un “régimen del terror” y “estado policial”. Sobre la campaña electoral, indicó se ha desarrollado en un "clima de represión y cierre de los espacios democráticos en el país. Con ello se busca la perpetuación en el poder en forma indefinida y mantener privilegios e inmunidades, en un contexto de represión, corrupción, fraude electoral e impunidad estructural… Las condiciones anteriores hacen inviable un proceso electoral íntegro y libre".

Lamentablemente el régimen de Ortega hace caso omiso de esta clase de informes e incluso de las sanciones políticas, diplomáticas y económicas a su cuestionado gobierno. Por el contrario, reacciona con desafiante beligerancia verbal a las alertas de la OEA, Estados Unidos, la ONU y la Unión Europea. Y, de paso, constantemente relieva, a modo de escudo geopolítico, la importancia de sus alianzas con Rusia y China.

No en pocas ocasiones hemos advertido que, lamentablemente, en casos como los de la dictadura venezolana y los regímenes autoritarios de Cuba y Nicaragua, las condenas de la comunidad internacional han perdido poder de convocatoria y efecto. Es más, tras cada señalamiento de violación democrática o vulneración de los derechos humanos, Caracas, La Habana o Managua desestiman automáticamente las acusaciones y todo lo excusan bajo la desgastada tesis de la injerencia e intervencionismo extranjero.

Lo cierto, entonces, es que pese a todas las denuncias a nivel nacional, continental y mundial, en ocho días el régimen de Ortega llevará a cabo las elecciones presidenciales que, así no tengan validez alguna para gran parte del planeta, le servirán para seguir atornillado en el poder, sin importarle que se convierta de forma plena e inequívoca en la segunda dictadura en el continente.

Una vez más queda patente que si bien la Carta Democrática, que es la base del compromiso americano con la democracia y los derechos humanos, continúa siendo el principal faro institucional de la región, su aplicabilidad efectiva para sancionar a los estados en donde se rompen esos parámetros fundacionales, es suprema y peligrosamente débil. Y esta circunstancia termina incentivando más desvíos autoritarios y dictatoriales. Las pruebas están a la vista.