No se sabe qué termina siendo más grave: que el Eln esté imponiendo, desde el sábado pasado, un nuevo ‘paro armado’ en la cuenca media del río San Juan, en Chocó, afectando a más de 45.000 personas de 85 comunidades, en su mayoría de afrodescendientes e indígenas, gran parte de ellas sufriendo, además, una crisis invernal; o que este sea el tercer ‘paro armado’ en lo corrido de este año, que se suma a los seis registrados durante el 2023, según lo advierte la Defensoría del Pueblo, que ha emitido varias Alertas Tempranas sobre la creciente victimización de la población a manos de la guerrilla y las bandas criminales de alto espectro, tipo ‘Clan del Golfo’; o el hecho vergonzante de un Gobierno al que un grupo armado ilegal le está demostrando que puede paralizar una región tantas veces como quiera sin que la Fuerza Pública y la institucionalidad sean capaces de movilizar las tropas necesarias para recuperar el control y la supremacía territorial de manera permanente.
Sin duda alguna son tres circunstancias muy ruinosas para la institucionalidad. Primero, porque ponen de presente lo tantas veces denunciado en estas páginas: hay un Estado en fuga en muchas zonas, en donde la delincuencia común y organizada está desplazando a la autoridad legítima e imponiéndose a punta de violencia y barbarie. Las falencias inocultables de la política de seguridad y orden público no han sido corregidas pese a los múltiples campanazos de gobernadores, alcaldes, entes de control, gremios, oenegés, centros de estudios especializados y las propias comunidades. Un flagelo reflejado en el aumento de masacres, asesinatos de líderes sociales, auge de extorsión, desplazamiento forzado, terrorismo, ataques a uniformados, explosión de narcocultivos y exportación de cocaína, extensión de minería criminal y otros delitos de alto impacto.
Más complicado es que parte de ese desdoblamiento y reciclaje de actores armados ilegales sea producto directo de una política de “paz total” que no solo ha limitado en forma grave el accionar de la Fuerzas Militares y de Policía por cuenta de accidentados y burlados acuerdos de ceses el fuego, sino que, además, creó la percepción en las facciones criminales de toda laya de que existe un gobierno de “mano blanda” dispuesto a gran cantidad de concesiones con tal de parar la violencia, objetivo que no ha conseguido, pero sí ha sido aprovechado por diversas facciones para ampliar su rango delincuencial y arrinconar a la población civil.
Escuchar al Alto Comisionado de Paz, ministros y a varios de los miembros de la mesa gubernamental de negociación recriminando, casi resignadamente, a la cúpula del Eln por no mostrar “voluntad de paz”, pese a que la semana pasada se reactivó la mesa después de varios meses de suspensión, termina siendo muy lesivo para la institucionalidad. El tono rogativo gubernamental a esa guerrilla para que levante este nuevo ‘paro armado’ golpea el principio de autoridad estatal.
Por el contrario, lo que se esperaría del Gobierno es una postura más firme y determinante. Empezando, claro está, por lanzar una ofensiva militar de alto calado en el Chocó, que no se limite solo a hacer presencia disuasoria en la región en donde el Eln impone el ‘paro armado’, sino que avance sobre sus campamentos y principales enclaves. Igualmente, debería procederse frente al ‘Clan del Golfo’, al ser claro que estas dos facciones combaten a sangre y fuego por el dominio de los principales corredores del narcotráfico, minería ilegal, contrabando y tala de árboles. Operaciones castrenses de largo aliento al estilo de la “Perseo”, activada sobre el Cañón del Micay y el estratégico corregimiento de El Plateado, en Cauca, en donde las disidencias de las Farc, al mando de alias ‘Iván Mordisco’, se fortalecieron aprovechando los vacíos de la “paz total” y la accidentada tregua pactada con el Ejecutivo.
La Casa de Nariño está en la obligación de recuperar el Chocó del dominio de los violentos. No puede limitarse a las denuncias, quejas y ruegos al Eln, cuyo doble discurso en cuanto a hablar de paz y arreciar la guerra ya todo el país lo conoce −y ha sufrido− desde hace tiempo. La sucesión de ‘paros armados’ en este atribulado departamento evidencia que el Estado pierde terreno ante los delincuentes. Ya es hora de poner un alto en el camino y dejar que la Fuerza Pública actúe con toda la contundencia y decisión que exige este desafío criminal a las instituciones. La pregunta es ¿El Ejecutivo está dispuesto a proceder o seguirá esquivando su principal deber: proteger la vida de los colombianos.