¡Estamos con España! | El Nuevo Siglo
Miércoles, 11 de Noviembre de 2015

La  prevaricación o prevaricato es la conducta típica, antijurídica y culpable por medio de la cual un funcionario público, por acción u omisión, desborda o falta a sus competencias. Es lo que viene ocurriendo en Cataluña donde, a todas luces y a sabiendas de la inconstitucionalidad, los parlamentarios regionales se han decidido, por una mayoría exigua de nueve votos, por la secesión, llamada la desconexión democrática, y el inicio de un proceso constituyente para fundar la República Catalana, como Estado social de derecho libre e independiente.

 

Es lamentable, a no dudarlo, ver a España sometida a los incisos y los parágrafos, producto de la erosión planteada en la tradicional autonomía que promete estallar en mil pedazos. Si nos atenemos a la atinada definición dada por el tratadista italiano Norberto Bobbio de que las constituciones, en lo más profundo e irrestricto de su definición, son verdaderos tratados de paz dentro de la comunidad que pretenden regir, pues lo que se viene dando en la Generalitat es, precisamente, la fractura del convenio que se había logrado con la Constitución de 1978, a la salida de la dictadura, y la demolición indefectible del estatuto autonómico. Es decir, la ruptura del tratado de paz.

 

Una España sin Cataluña será, por supuesto, otra muy diferente a la que se le conocía desde 1714, lo mismo que una Cataluña sin España, será un pequeño país que seguramente no podrá acceder a la Unión Europea, donde se requiere la unanimidad de sus miembros para su incorporación.

 

Mucho de lo actual nace, ciertamente, de la sentencia del Tribunal Constitucional español, en 2010, cuando se puso coto al establecimiento de Cataluña como nación en una ley provincial. Todo ello fue resuelto por el Tribunal con base en que la dicha nacionalidad estaba prevista en el preámbulo y por lo tanto no tenía efectos jurídicos vinculantes. Pero más allá de ello, en realidad, la protesta catalana se produjo porque pedían un esfuerzo tributario similar a las demás autonomías y promovían un consejo de justicia autónoma. De resto, era la eterna discusión de si el catalán debía ser la lengua preferente o se mantenía en las mismas condiciones del castellano.

 

El debate se politizó paulatinamente, con los radicales tomando supuesta ventaja. Pero perdieron recientemente el plebiscito formulado por ellos mismos, con sus propias reglas y las urnas a gusto, de modo que se dieron con un palmo en los supuestos propósitos independentistas de lo que pensaban era la mayoría catalana. Y aun así, sin asimilar la derrota, han querido ahora torcerle el pescuezo a la ley, aduciendo que el 47 por ciento conseguido y el monto mayoritario de curules correspondientes les permite la maniobra secesionista. Y de este modo se han sostenido en la prevaricación, generando una locura impensable.

 

Pero en el trasfondo palpita un volcán eruptivo de mucha mayor envergadura: la corrupción. En efecto, el partido de Jordi Pujol no ha mostrado vergüenza alguna sobre las maniobras torticeras y fraudulentas de su jefe de toda la vida y por el contrario ha propiciado una fuga hacia adelante, camuflando la fetidez de todo cuanto allí ha acontecido, para pasmo del mundo entero, en la exacción independentista. De manera que antes que exigir a lo menos responsabilidad política para el partido de Pujol, cuyo tesorero fue detenido hace unas semanas, lo que realmente se ha dado es el más benevolente manto de latrocinio arropado en la bandera catalana.

 

Muchísimo es lo que ha brindado Cataluña a la nacionalidad española. No es más sino reparar en las extraordinarias melodías de Albéniz, sobre cada una de las provincias hispánicas, para escudriñar cómo haber nacido en Cataluña jamás le impidió sentir la pasión de España en cada una de sus extraordinarias partituras. Ni tampoco registrar nacionalismo alguno, que no fuera propiamente el español, más allá de Cataluña, en las maravillosas goyescas de Enrique Granados. Como en lo absoluto le ocurrió a Gaudí, ni mucho menos a Dalí o Casals, imbuidos de un espíritu universal, a leguas del parroquialismo que ahora pretenden como el símbolo de lo que nunca han sido Cataluña ni Barcelona.

 

De modo que lo que en realidad se presenta es una gigantesca tensión entre el universalismo de la cultura catalana y el provincialismo de los politicastros que, por lo demás, naufragan en el fermento de la corrupción y el radicalismo de nuevo cuño. Estamos, por supuesto, con el Partido Popular, Ciudadanos, el Partido Socialista y las mayorías catalanas. No podría ser de otra manera. ¡Estamos con España!