La barbarie en Colombia | El Nuevo Siglo
Jueves, 12 de Septiembre de 2013

* Falla estructural del Estado

* El desarrollo periférico y la paz

 

Por lo general cuando las gentes se interrogan sobre las causas de la violencia en Colombia, son raros los que encuentran una explicación valida. La partidista tiende a inculpar al partido contrario, al que señala como culpable de todos los males. Siendo que la responsabilidad es mutua en el caso de la clase dirigente que no ha logrado evitar la guerra intestina ni reducir la violencia importada de Cuba en medio siglo. Existen libros maniqueos que explican la violencia según la visión de lo conservador o lo liberal, es que los godos son malos dicen autores “serios” del liberalismo y de la izquierda. A la inversa lo conservador no se detiene en examinar las posibles razones históricas, sociales o económicas del conflicto, ni siquiera en zonas que fueron colonizadas en el siglo XX en las cuales los más pobres se quedaban en las sierras agrestes y los más pudientes ocupaban la llanura de valiosa capa vegetal, lo que con el tiempo al reproducirse con más fecundidad los de las lomas, va a generar una guerra tan antigua como la humanidad. Esta vez los de arriba, a la inversa del discurso marxista, que son los más pobres y peor alimentados, bajan al valle y por la violencia se apoderan de los mejores predios, cuando no son detenidos por los ricos propietarios que se organizan y defienden con denuedo. En medio de esa lucha están los hostiles sentimientos de la violencia partidista. Con posterioridad llegan los cultivos ilícitos, que desatan otra violencia más silenciosa que deriva en una gran reforma agraria sin participación del Estado, en la que los capos  se apoderan de miles hectáreas de tierra al  pagar los mejores precios del mercado y amenazan de cuando en cuando a los propietarios que no quieren vender.

En los anteriores casos de violencia resulta evidente que el Estado débil ha generado respuestas violentas de la sociedad, en la medida que la violencia legítima que éste debe ejercer, para mantener el orden, es sustituida por el capricho y las ambiciones de los bárbaros, que están por fuera de  la ley. El Estado débil genera gobiernos débiles, con gobernantes débiles, que no consiguen que el orden impere en todo el país. Gobiernos que, incluso, renuncian a ejercer la autoridad en las zonas de la periferia, puesto que consideran que no tienen valor económico y que allí viven salvajes en los que no vale la pena ocuparse y que no cuentan electoralmente. Es de reconocer que de no ser primero por las comunidades religiosas evangelizadoras y después por el pueblo antioqueño que se multiplica por su acendrado catolicismo, como ambición por aumentar  sus ingresos y se expande en busca de mejores tierras, para transmitir su modelo de vida a la periferia, las cosas serían mucho peores en cuanto se refiere a la unidad nacional. El crisol de la hispanidad se extiende biológicamente por la generalidad del país con el cruce de etnias y razas, hasta incorporar los sectores más antagónicos a ese  sentido espiritual, dando paso a esa suerte de raza cósmica tropical en formación de la que hablara José Vasconcelos, en busca de un orden nuevo.

No siempre se consolida pacíficamente la expansión antioqueña y de otras regiones, todo cambio brusco da lugar a choques en ocasiones sangrientos. Se olvida a menudo que una parte de los antioqueños proviene de una expedición que partió de la Sabana de Bogotá hasta penetrar en lo que hoy es el corazón de Antioquia. Pese a esos antecedentes, en muchas regiones se consagra la estabilidad y el orden, con un trasfondo de religiosidad que alienta la moral cristiana de los abuelos, al debilitarse esa moral se afloja casi que automáticamente el imperio de la ley. Por cuanto ese factor, disolvente y degradante, mina a los que mandan en las regiones y a los que  obedecen. Pese a que se habla de un sistema democrático respetable con división de poderes y unas tropas dispuestas a jugarse la vida por defenderlo, las instituciones se mantienen de manera precaria y subsisten con modestos presupuestos. Los conflictos subyacentes en la sociedad y entre las gentes de menores recursos se ignoran las más de las veces por las clases altas y los demagogos que los mencionan y no pasan de señalar las falencias, sin avanzar a políticas que permitan fortalecer el Estado y beneficiar al conjunto de los colombianos. Esa falta de intuición política de la clase opulenta los lleva a preferir la tercería en política, como a inclinarse por un poder estatal en la atonía casi crónica y falto de fondos, incapaz de cumplir su misión de impulsar la cultura, el desarrollo e incorporar las grandes zonas de la periferia a la productividad. Lo que se traduce en el desarrollo desigual y, en ocasiones, antagónico entre la ciudad y la periferia, lo que  tiende a favorecer la lacra de la violencia lugareña.

En tanto no se entienda que el antídoto contra la violencia endémica es el desarrollo moral del hombre y de las regiones, el país no logrará encauzarse por el orden y el sosiego civilizado. Un medio en el cual los responsables de la conducción política del país ignoran olímpicamente a Maquiavelo y desconocen la historia nacional y universal, está condenado una y otra vez a fracasar en cuanto a domesticar a los enemigos de la paz. Maquiavelo, sentencia que: “el que desee saber qué ocurrirá  y que ha ocurrido: todas las cosas de este mundo en cualquier época tienen su réplica en la antigüedad” Por la sencilla razón de que  la acción política de los hombres en la lucha por el poder en cuanto a las ambiciones, vanidades, recelos y engaños, se repite a lo largo de los siglos con distintos actores.

Por lo mismo, no está de más recordar que en Colombia fuera de la violencia que se denomina “política” tenemos la violencia minera y por cuenta de las luchas por los cultivos ilícitos. Sin infraestructura ni desarrollo en esas regiones, en vez de la paz perpetua de Kant, lo que padecemos es la violencia perpetua, por lo menos por varias y sucesivas generaciones. El día que desarrollemos la periferia y sus gentes tengan ingresos dignos y un grato modelo de vida, la violencia será reducida.

 

En tanto no se entienda que el antídoto contra la violencia endémica es el desarrollo moral del hombre y de las regiones, el país no logrará encauzarse por el orden y sosiego civilizado