No podía esperarse nada diferente del discurso de posesión del 47 presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Efectivamente, salpicado de ingredientes hiperbólicos y apartes explosivos. Pero en su conjunto la ceremonia, de hecho, en buena hora citada al interior del Capitolio, tuvo de epicentro una disertación cuyos elementos primordiales deberían tenerse en cuenta como pieza inaugural de cualquier gobierno.
En principio, sabiendo la gigantesca expectativa interna y externa despertada con su asunción a la presidencia (tal vez como pocas veces), Trump llamó al optimismo. No es por supuesto asunto menor cuando, desde la pandemia, el debate y la oratoria pública mundiales han sido envenenadas de una melancolía enfermiza, un fatalismo inconsecuente con las capacidades del ser humano y el odio visceral de única plataforma política. Por el contrario, el nuevo presidente, una vez llevado a cabo el juramento con la solemnidad y sobriedad del caso, sin extravagancias ni aspavientos, sostuvo ipso facto que “la edad de oro de Estados Unidos comienza ahora mismo”. Esa sola formulación puso, desde el comienzo, el tono del discurso.
Bajo esa perspectiva, desarrollada a lo largo de la alocución, Trump se afincó en la esperanza, como segunda característica. Pero no una esperanza etérea, sino fundamentada en el esfuerzo, en el trabajo, en la creatividad, en el mérito, en la perseverancia, mejor dicho, en una síntesis de los valores que, a su juicio, permitieron crear a lo largo de 250 años una nación soportada en la libertad y la democracia.
Para esa época, ciertamente, esa idea resumida constitucionalmente digamos que en el “derecho” a la felicidad (como es deducible del primer acápite de la Carta estadounidense), era un albur por el que las monarquías occidentales y acaso las dinastías orientales no daban un peso. Transcurridos dos siglos y medio, la realidad histórica es a otro precio. Ese pueblo bisoño, recién independizado y que se había puesto esa mira aparentemente inalcanzable, ante los ojos incrédulos del mundo, es, en tan poco tiempo en términos de la historia, el que Trump pretende liderar, ampliándole el horizonte. “Estados Unidos pronto será más grande, más fuerte y mucho más excepcional que nunca”, dijo.
Ya Estados Unidos, en la actualidad, es una potencia que, en los últimos tiempos y contra todos los pronósticos, ha sacado un margen más que importante a sus competidores. Esto cuando, por el contrario, se vaticinaba que a estas alturas la nación norteamericana sería tan solo una más en el concierto internacional. Aun así, añadió el nuevo presidente, “nuestro Gobierno se enfrenta a una crisis de confianza”. Y catalogó su elección como un claro mandato para revertirla. “Comenzaremos la completa restauración de América y la revolución del sentido común”, acotó.
De otra parte, y en otros términos menos genéricos, el mundo aspira a que cese la guerra y la violencia orbital. En su discurso, Trump dijo que su pretensión fundamental era la de ser un hacedor de paz. Con las guerras pululando en Euroasia y Medio Oriente la expectativa sobre sus acciones al respecto es superlativa. A la larga, la situación bélica por la invasión de Rusia a Ucrania es heredera de la manga ancha de Barack Obama en la toma de Crimea, hace un par de lustros. Ya, por lo pronto, bajo el influjo de Trump se ve, al mismo tiempo, un cambio frente a los secuestrados israelíes por parte del terrorismo y una tregua en Gaza. Habrá que esperar, más allá de la retórica, cuáles son sus verdaderas intenciones frente al Canal de Panamá. Lo mismo que en cuanto a Groenlandia y Canadá. Frente a América Latina y sus diversos componentes son claras las premisas dadas a conocer por el próximo secretario de Estado, Marco Rubio. Con las primeras medidas al respecto de Trump, firmadas ayer, comienza a cumplir lo dicho en campaña contra la inmigración ilegal latinoamericana, con la mexicana de protagonista mayor. Y con la revocatoria de los recientes beneficios de Joe Biden al régimen cubano dejó de inmediato en claro sus propósitos políticos desde ya.
Punto central de su discurso fue, asimismo, la decidida renovación petrolera y de gas a la que aspira. Fue otra promesa de campaña. Como, por igual, está sobre el tapete la escalada arancelaria, en particular frente a China, Canadá y México. Trajo a cuento, en la materia, al empresario y presidente de hace más de cien años, William McKinley. Ciertamente, no fue un mal presidente. Pero los Estados Unidos eran otros, todavía sin el vigor del siglo siguiente, con base en la libertad de mercados.
En suma, fue un discurso optimista y esperanzador para su país. Habrá que ver cómo se desenvuelve en el mundo.
No podía esperarse nada diferente del discurso de posesión del 47 presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Efectivamente, salpicado de ingredientes hiperbólicos y apartes explosivos. Pero en su conjunto la ceremonia, de hecho, en buena hora citada al interior del Capitolio, tuvo de epicentro una disertación cuyos elementos primordiales deberían tenerse en cuenta como pieza inaugural de cualquier gobierno.
En principio, sabiendo la gigantesca expectativa interna y externa despertada con su asunción a la presidencia (tal vez como pocas veces), Trump llamó al optimismo. No es por supuesto asunto menor cuando, desde la pandemia, el debate y la oratoria pública mundiales han sido envenenadas de una melancolía enfermiza, un fatalismo inconsecuente con las capacidades del ser humano y el odio visceral de única plataforma política. Por el contrario, el nuevo presidente, una vez llevado a cabo el juramento con la solemnidad y sobriedad del caso, sin extravagancias ni aspavientos, sostuvo ipso facto que “la edad de oro de Estados Unidos comienza ahora mismo”. Esa sola formulación puso, desde el comienzo, el tono del discurso.
Bajo esa perspectiva, desarrollada a lo largo de la alocución, Trump se afincó en la esperanza, como segunda característica. Pero no una esperanza etérea, sino fundamentada en el esfuerzo, en el trabajo, en la creatividad, en el mérito, en la perseverancia, mejor dicho, en una síntesis de los valores que, a su juicio, permitieron crear a lo largo de 250 años una nación soportada en la libertad y la democracia.
Para esa época, ciertamente, esa idea resumida constitucionalmente digamos que en el “derecho” a la felicidad (como es deducible del primer acápite de la Carta estadounidense), era un albur por el que las monarquías occidentales y acaso las dinastías orientales no daban un peso. Transcurridos dos siglos y medio, la realidad histórica es a otro precio. Ese pueblo bisoño, recién independizado y que se había puesto esa mira aparentemente inalcanzable, ante los ojos incrédulos del mundo, es, en tan poco tiempo en términos de la historia, el que Trump pretende liderar, ampliándole el horizonte. “Estados Unidos pronto será más grande, más fuerte y mucho más excepcional que nunca”, dijo.
Ya Estados Unidos, en la actualidad, es una potencia que, en los últimos tiempos y contra todos los pronósticos, ha sacado un margen más que importante a sus competidores. Esto cuando, por el contrario, se vaticinaba que a estas alturas la nación norteamericana sería tan solo una más en el concierto internacional. Aun así, añadió el nuevo presidente, “nuestro Gobierno se enfrenta a una crisis de confianza”. Y catalogó su elección como un claro mandato para revertirla. “Comenzaremos la completa restauración de América y la revolución del sentido común”, acotó.
Por otra parte, y en otros términos menos genéricos, el mundo aspira a que cese la guerra y la violencia orbital. En su discurso, Trump dijo que su pretensión fundamental era la de ser un hacedor de paz. Con las guerras pululando en Euroasia y Medio Oriente la expectativa sobre sus acciones al respecto es superlativa. A la larga, la situación bélica por la invasión de Rusia a Ucrania es heredera de la manga ancha de Barack Obama en la toma de Crimea, hace un par de lustros. Ya, por lo pronto, bajo el influjo de Trump se ve, al mismo tiempo, un cambio frente a los secuestrados israelíes por parte del terrorismo y una tregua en Gaza. Habrá que esperar, más allá de la retórica, cuáles son sus verdaderas intenciones frente al Canal de Panamá. Lo mismo que en cuanto a Groenlandia y Canadá. Frente a América Latina y sus diversos componentes son claras las premisas dadas a conocer por el próximo secretario de Estado, Marco Rubio. Con las primeras medidas al respecto de Trump, firmadas ayer, comienza a cumplir lo dicho en campaña contra la inmigración ilegal latinoamericana, con la mexicana de protagonista mayor. Y con la revocatoria de los recientes beneficios de Joe Biden al régimen cubano dejó de inmediato en claro sus propósitos políticos desde ya.
Punto central de su discurso fue, asimismo, la decidida renovación petrolera y de gas a la que aspira. Fue otra promesa de campaña. Como, por igual, está sobre el tapete la escalada arancelaria, en particular frente a China, Canadá y México. Trajo a cuento, en la materia, al empresario y presidente de hace más de cien años, William McKinley. Ciertamente, no fue un mal presidente. Pero los Estados Unidos eran otros, todavía sin el vigor del siglo siguiente, con base en la libertad de mercados.
En suma, fue un discurso optimista y esperanzador para su país. Habrá que ver cómo se desenvuelve en el mundo.