Simplemente Beethoven… | El Nuevo Siglo
Martes, 15 de Diciembre de 2020
  • Diferencia entre las emociones y la emoción
  • Parteaguas de los tiempos modernos

 

 

Hoy, cuando la música nace de la menor cantidad de acordes posibles y el mundo vive de la simplificación, seguramente a no pocos resultara un anacronismo adentrarse en una sinfonía. Sin embargo, al cumplirse en esta fecha los 250 años del nacimiento de Beethoven es válido traerlo a cuento para recordarnos que las vivencias humanas son fruto de una mayor dimensión a las pretendidas en el mundo actual, inundado de emociones tecnológicas y efímeras.

En ese sentido podríamos decir que una cosa, ciertamente, son las emociones y muy otra la emoción. Incluso, las primeras han quedado reducidas a los emoticones que, con su vigencia epidérmica y fugaz, pululan en los aparatos virtuales del momento. La emoción, en cambio, encarna un estado general del alma. Tiene otro valor y sustancia. He ahí la fuerza de la música, en particular la de Beethoven. Aun con más razón cuando a partir de una combinación instrumental creativa, como el caso de sus obras sinfónicas, se trasciende el lenguaje obteniendo una atmósfera sensible de magnitud superlativa.

Ese es, precisamente, el alcance de una sinfonía. A eso además llaman música clásica, en especial cuando de sinfonías se trata. Lo cual en buena medida demerita su eficacia, puesto que las composiciones sinfónicas no valen en sí mismas por ser tan solo la manifestación de una época, sino como la expresión inigualable y nítida del interior humano. Y también por expresar la compleja relación del ser con el mundo circundante. Eso siempre estará vigente.

El problema en este aspecto tal vez sea que Beethoven es el principio y el fin. Desde luego y sin entrar en otros nombres emblemáticos, poco antes de su incursión universal surgió la sinfonía con la intención de crear un todo, un mundo nuevo, a partir de un ejercicio musical extensivo. Pero fue con Beethoven que la exteriorización de los sentimientos, a través de una infinidad de notas y la diversidad de instrumentos, logró la germinación y el culmen. Pocos compositores o ninguno, a la vez tan profundamente humano como tan apartado de las exigencias cotidianas. Y pocos también que hubieran logrado la definición sucinta de la humanidad en los acordes inspirativos de sus composiciones.

Por supuesto, la obra de Beethoven trasciende las nueve sinfonías. De hecho, en todos sus demás trabajos, de cualquier índole, la regla de oro es la misma: originalidad y excelsitud. Así lo intentó desde muy joven, cuando hubo de rebelarse ante sus maestros que no entendían su fibra musical de avanzada, aunque sospechaban que había surgido un monstruo. Al morir, Beethoven era un espíritu libre, no solo uno de los grandes símbolos de la Ilustración, sino a nuestro juicio el verdadero parteaguas de los tiempos modernos. Al fin y al cabo, su música era y es una mirada en lontananza de los siglos.     

Escuchar, pues, a Beethoven es una experiencia que surge ante todo de un ámbito intemporal. Tratar de comprimirlo en las etapas en que suele dividirse la música, reduciéndolo a la transición entre clasicismo y romanticismo, no debería ir más allá de un ejercicio académico. Incluso innecesario. Al igual que puede resultar contraevidente lo que a veces se hace de sólo escuchar los movimientos predilectos, evadiendo la filigrana del todo, donde radica el principal esfuerzo de un compositor de la talla irrepetible de Beethoven. Y todavía peor sería caer en la manía de compartimentar sus obras de acuerdo con su carácter heroico o el avance de su sordera. Es probable que sus composiciones iniciales sean más diáfanas, pero sería un exabrupto negar la gigantesca inspiración universal de las últimas.

Beethoven, claro está, no era en lo absoluto un ser etéreo. Sus amores irredimibles, la convicción de su genialidad, su obcecación por hacer una familia de sus sobrinos, la melancolía de su enfermedad, la certeza de la libertad como causa política, su drástico cambio de opinión en torno de Bonaparte cuando se coronó emperador, en suma, tantos aspectos de su vida que suelen reiterarse no son, sin embargo, suficientes para explicar a un ser tan extraordinario.

En efecto, su misterio no está ahí. Está en su música. A propósito, pues, nos hemos abstenido de hacer un catálogo de sus sinfonías y obras. Todas ellas, cualquiera que se escoja, son la más depurada síntesis de lo que significa la emoción humana. Ahí está el único homenaje a la mano. Basta solo escucharlo.