Resulta un contrasentido que, en un país como Colombia, en donde impera un Estado Social de Derecho, los índices de impunidad bordeen un 90%, según lo denunció la propia Corte Suprema de Justicia.
Es claro, a tenor de las estadísticas sobre índices de criminalidad y número de condenas que se producen, que el aparato judicial tiene una sobrecarga procesal, lo que se traduce no solo en que muchos delitos queden sin castigo, sino en que los procesos penales tarden mucho tiempo en resolverse. Es decir, que no solo se trata de la impunidad, sino también de la morosidad.
El propio presidente del Alto Tribunal, magistrado Gerson Chaverra, explica que una de las causas de este flagelo son las deficiencias estructurales de carácter cuantitativo en los órganos del Poder Judicial. Por ejemplo, la baja cantidad de jueces y fiscales que existen en Colombia por cada 100.000 habitantes. Es claro, entonces, que el presupuesto de la rama judicial continúa siendo deficitario.
También resulta evidente, según otros expertos, en que hay una sobreproducción de legislación penal, lo que lejos de permitir una mayor eficiencia en la administración de una pronta y debida justicia, conduce al efecto contrario: congestión procesal, excarcelaciones por vencimiento de términos, reincidencia delictiva, hacinamiento en prisiones y aumento de casos de la mal llamada ‘justicia por propia mano’, entre otras circunstancias.
De igual manera, no se puede dejar de lado que en el Congreso todavía se evidencia el llamado “populismo punitivo”, que no solo ha llevado a la creación antitécnica de delitos autónomos, sino a restringir mecanismos de celeridad judicial y descongestión procesal, como lo son las herramientas de la llamada “justicia premial”, como los principios de oportunidad y los beneficios penales y penitenciarios por allanarse a los cargos, delación, colaboración con la justicia y reparación a las víctimas.