Víctimas, corazón del proceso | El Nuevo Siglo
Martes, 10 de Junio de 2014

*Pedagogía democrática

*Vitoria y el derecho de gentes

En algunos sitios del exterior  no salen de la sorpresa cuando se enteran de que, siendo las negociaciones con las Farc en La Habana tema clave en la campaña electoral, sean pocos los políticos que analizan los documentos de la subversión en los que, durante años, han intentado sustentar el derrocamiento del sistema democrático por la violencia. No se trata de etiquetarlos como los ya sabidos ultra seguidores del marxismo-leninismo, ni como los agentes políticos herederos del castro-chavismo, según fundó el sistema tropical el comandante Hugo Chávez, en Venezuela. Es decir, esa visión del socialismo del siglo XXI, en el cual las Farc son una ficha y erigen un busto de Tirofijo, para recordar su memoria y exaltar su solidaridad, exacerbando a los colombianos de bien. Pero se trata, sí, de que en La Habana abjuren de la violencia como método político y comprometerse con la democracia como único y exclusivo mecanismo del bien común.

Ya se sabe qué ocurrió en territorio venezolano. La tesis socialista de apoderarse de los medios de producción se transformó allí en la toma de la petrolera que ya era estatal, pero que se convierte en la caja menor o  mayor del Gobierno. Los dineros del petróleo dan para todo, para sostener la “revolución”, financiar el partido oficial y colaborar con movimientos políticos de fachada, y con la ayuda petrolera a terceros países consiguen mantener sus burocracias parasitarias, la idea es eternizarse en el poder. En resumen ejercer una dictadura política y repartirse los recursos públicos.

Hacer la paz significa intentar una pedagogía democrática y concertar voluntades, dado que las partes tienen lenguaje político disímil. Lo democrático no es secuestrar y oprimir a los que piensan distinto, repartir recursos públicos a la manera de los utopistas del socialismo decimonónico y, por sobre todas las cosas, de llegar al poder, sostenerse y perpetuarse aun por fuera de toda regla. Ese tipo de socialismo utópico se sustenta en las ideas de Sorel, que expresa en el famoso texto Reflexiones Sobre la Violencia que “los mitos no son expresiones de cosas, sino expresiones de voluntad, un conjunto de imágenes capaces de evocar en bloque y a través de la intuición, sin ningún análisis reflexivo”. Así que para ese concepto revolucionario lo importante es capturar el poder. Lo segundo copar el sistema burocrático, valerse de los fondos estatales y, con lo que rindan ellos y las expropiaciones organizar un poderoso sector de la sociedad en milicias que se conviertan en el brazo armado paralelo. Y como se trata de mitos, para la  revolución no importan, ni sus logros o frustraciones, lo decisivo es el poder. Por tanto, lo esencial es inculcar en el pueblo y las milicias, la voluntad de lucha, el ímpetu de imponerse a todo trance. Sorel exalta la violencia al servicio de la revolución, la que se debe usar contra la fuerza del enemigo natural, contra el Estado, contra las clases dirigentes, siempre con el objetivo de domesticar al pueblo en su favor. No importa que las revoluciones fracasen, que destruyan la riqueza acumulada que permite la inversión y el trabajo, lo que interesa es el poder. Los que están al tanto del fracaso de la hegemonía revolucionaria cubana, a través de la eterna dictadura familiar, deben saberlo bien, aunque les importe un bledo que ella hoy solo sobreviva por mera senectud.

En tales condiciones, dado que el potencial peligro de las minorías revolucionarias para la sociedad no se mide por su número sino por la capacidad de actuar y sorprender, como lo sostiene el mismo Sorel, es fundamental insistir en la pedagogía democrática y que ella sea sustento esencial de las conversaciones en La Habana. Y esa pedagogía democrática debe copar todos los espectros, no solo para la extrema izquierda y los alzados en armas, sino extenderse a todos los partidos a fin de afianzar  los credos democráticos y exaltar su espíritu sin la saña entre adversarios y la teoría de que todo vale, con la desacreditación y la bajeza de por medio, puesto que lo contrario, en un país con las cargas colombianas, puede ser combustible para más violencia. La democracia comienza por respetar al otro, por aprender a oír al contrario, por apreciar la sabiduría del diálogo y el consenso.

Es por ello que, lejos de Sorel, en una negociación de paz debe prevalecer el  más hondo respeto por las víctimas, por sus familias, por su tragedia y dolor. Es el derecho de gentes consagrado hace siglos por Vitoria, que obliga a la sociedad a considerar y reparar a las víctimas, como es urgente también que casos de aquellos como el mismo del aleve asesinato de Álvaro Gómez sea declarado crimen de lesa humanidad.