Las tragedias terminan, indirectamente, exaltando lo mejor del ser humano. Ante el desastre colectivo, el sufrimiento masivo y el desconcierto tras los desastres, volvemos a vivir los valores de la solidaridad sin límite, la entrega total y el amor incondicional. Basta con ver las conmovedoras escenas de apoyo en México, mismas que se han vivido últimamente en Puerto Rico, República Dominicana, Texas, Florida, las islas del Caribe y en todas las latitudes donde ha ocurrido algún hecho catastrófico, aunque no sea tan registrado por los medios de información. Me refiero a volver a vivir porque en realidad es de amor que estamos hechos mujeres y hombres, al igual que todo cuando existe. Lo que pasa es que se nos olvida en lo que es tal vez la peor tragedia de todas: nuestra deshumanización. ¿Será que necesitamos terremotos, huracanes, tornados, incendios inundaciones y toda suerte de eventos naturales para reconectarnos con el amor? ¿No será que podemos aprender de esa separación ejercida inconscientemente, tornándola consciente y transformándola? ¿Será que somos nosotros mismos como humanidad quienes nos condenamos y castigamos?
Creo en la humanidad, a pesar de sus errores, a pesar de mis mismos errores. Sí, nos equivocamos, muchas veces de cabo a rabo, pues es parte del proceso de aprendizaje en esta escuela de vida que es la Tierra. Y se nos van los dedos acusadores, con una velocidad inusitada, para señalar al otro sin vernos antes a nosotros mismos. Sí, somos imperfectos, estamos en proceso de transformación. Por eso cuando veo las imágenes de cientos de personas haciendo una cadena humana para llevar alimentos o sacar escombros observo el rostro más auténtico del ser humano, sin máscaras de competencia, comparación, individualismo mi oportunismo, esas que nos pusimos cuando se impuso la cultura de la espada, hace varios milenios, pero que no es connatural a la existencia. Las personas que veo son amorosas, interesadas solo en el bienestar del otro, en garantizar su vida si es posible, en consolar cuando se requiera. Estoy plenamente seguro de que cualquiera de esas personas tiene mejores cualidades que la gran mayoría de los políticos de nuestros países, pues no han vendido su humanidad por una curul, un contrato ni han insultado a grito herido para llamar la atención de las masas. Sí, esos políticos también están aprendiendo; y mientras lo hacen, podemos elegir a otras personas más idóneas.
Aprovechemos estos momentos de humanización para identificar a los humanos que nos representarán ante el Estado. Claro que hay mujeres y hombres que vibran en solidaridad, cuidado, fuerza, mérito y le imprimen a su trabajo la fuerza del amor, en lo público y lo privado.
Las tragedias, gran paradoja de la existencia, sacan lo mejor de nosotros mismos. ¿Cuánto nos durará el efecto? ¿Cuánto tiempo pasará para volver a dormirnos en el letargo de la deshumanización? ¿Meses, semanas, días, horas? Ojalá que no esperemos despertarnos hasta la siguiente tragedia, natural o electoral. Optemos por humanizarnos aquí, ahora. Es imperativo, pues a eso estamos llamados.