Las sombras de la migración | El Nuevo Siglo
Domingo, 24 de Mayo de 2015

Por Diego Julián Cediel Nova*

Los procesos de integración política de los Estados pueden concretarse en distintos escenarios. Desde la desregularización de las transferencias bancarias y financieras entre distintos Estados, pasando por la eliminación de odiosos procedimientos consulares de visado y, hasta llegar al pleno disfrute de los privilegios educativos y laborales de los nacionales de un Estado en otro, incluso, allende los mares. Es decir, los ‘ciudadanos del mundo’ pueden gozar beneficios económicos, diplomáticos y académicos insospechados e ilimitados. Pero como el sol se esconde, el fulgor de los beneficios de la globalización solo acuna a unos más que a otros.

Hay unos ciudadanos del mundo más ciudadanos que otros. Los piratas de algún Estado africano, bien sea del norte o de la región subsahariana, pueden perecer en su travesía mortal por alcanzar las costas del Egeo o del Tirreno. Las masas de ilegales ‘mojados’ que se aventuran por el Río Grande para alcanzar el ‘American Dream’ son presa de la dureza del desierto y la ley de ‘La migra’. Los turcos que se cuelan por las goteras de la maravillosa Alemania y los rumanos, albanos y macedonios que buscan un mejor futuro en Estados quebrados como Italia, España o Portugal son protagonistas de una tragedia que inicia cuando termina su doloroso viaje de desarraigo e ilegalidad.

Pero sin importar si estos son europeos, africanos o centroamericanos, la migración ilegal reviste situaciones y penurias indecibles. Los niños llorando y gimiendo por agua en las ‘pateras’ de Ceuta o Melilla, se replicaron hace unos días a miles de kilómetros más al oriente, en las aguas del sudeste asiático. Donde miles de rohingyas, birmanos y bangladesies fueron tratados como ‘ping pones’ humanos en las aguas del mar de Andaman entre las raquetas del gobierno de Indonesia y el de Malasia.

La población rohingya escapa de las inclementes persecuciones a cargo de las autoridades de Birmania. En un país de mayoría budista, los musulmanes rohingyas son excluidos de los más elementales derechos políticos y civiles. Desde 1982 está vigente la ley que les prohíbe adquirir la ciudadanía birmana y así, estar al margen de todos los derechos y deberes que la nacionalidad en cualquier país del mundo implica.

Dicha ley establece un criterio étnico para el alcance de la ciudadanía. Se estipula que solo se puede ser ciudadano birmano aquel descendiente de los pueblos establecidos en el territorio birmano antes de 1824. Y, quienes defienden dicha tesis racista afirman que los rohingyas por ser un producto migratorio laboral derivado de la colonización inglesa, no pueden ostentar semejante dignidad.

A pesar de ser bengalíes, no se les considera como tal, solo por el hecho de descender de una oleada migratoria musulmana. Eso sí, dicha ley desconoce con profunda intención política, que la presencia del islam en la región bengalí es más antigua que la creación artificial del Estado birmano. Pero como suele suceder, el poder suele reescribir la historia con sangre y omisiones.

Sin embargo, el reconocimiento de la ciudadanía sería la válvula de escape de sistemáticas violaciones a los derechos humanos por parte del régimen birmano. Al concederle el estatus de ciudadanos a esta minoría, el efecto político y jurídico internacional sería devastador. Se abriría el boquete para que todas las denuncias de tortura, persecución y concentración en prisiones ilegales salieran a flote y desprestigiara, aún más, al régimen de Naipyidó.

Medidas de segregación racial, de eliminación sistemática de sus costumbres y rituales, prácticas eugenésicas y la negación de la prestación de los servicios básicos son las perlas que adorna el collar de abusos del estado birmano. Así las cosas, pareciera que uno de los inventos más siniestros que el ser humano pudo inventarse para la administración de las diferencias políticas, religiosas o étnicas se niegue a desaparecer en los albores del siglo XXI: el campo de concentración.

Se creía que dicho método de confinamiento humano solo era cuestión de unas pocas naciones occidentales europeas fanáticas del siglo XX. Pero no. Hasta los budistas se dejaron tentar por quebrar la voluntad humana con los expeditos mecanismos que rememoran a Auschwitz-Birkenau, a la Siberia de los campos de trabajo colectivo del estalinismo o a los campos de reeducación del maoísmo o de la actual Corea del Norte.

La tragedia, entonces, de los rohingyas inicia casi desde el nacimiento. Se les suele culpar, cual chivo expiatorio de ocasión, de las oleadas de violencia que sufre el territorio birmano justificando con ello su persecución sistemática. Se les niega la ciudadanía, se les culpa del desorden, se les confina, se les deja morir, se les persigue por reza. En fin, se les culpa de vivir. Con esa panoplia de razones, se les obliga a escapar, porque no se pude decir que migran, hacia Tailandia, donde son extorsionados para montarse en una travesía que les promete tierras musulmanas indonesias o malasias más tolerantes y benignas.

Pero todo es un sofisma. Cuando las barcazas naufragan, la mano de Alá es el último refugio, porque de agua y provisiones nada hay. Los traficantes los estafan y los violan a más no poder con tal de sacar una tajada proporcional al riesgo de sobornar y evadir las autoridades marítimas de Tailandia, Malasia o Indonesia. Como desde los tiempos inmemoriales de la humanidad, la tragedia marca el destino de los pueblos y abulta los bolsillos de unos pocos. Por eso es que desde el inicio de los tiempos, hay migrantes más migrantes que otros. Eso sí, porque a los musulmanes en tierras del pacifismo budista el sol de la integración económica paradisíaca no los alumbra.

*Catedrático de la Universidad de La Sabana