No se trata de una frase para encabezar un artículo, sino de una realidad. Con la muerte de la mezzosoprano alemana Christa Ludwig, a los 93 años, el pasado 23 de abril, efectivamente se pone punto final a una de las épocas más gloriosas de la música alemana, la de la posguerra. Ella, al igual que sus compañeros de generación, los barítonos Dietrich Fischer-Dieskau y Hermann Prey que como ella eran berlineses, los bajos Theo Adam y Franz Crass, el tenor Fritz Wunderlich y la soprano Elisabeth Schwarzkopf que era un poco mayor que sus colegas, gozó de algo inusual en el medio, el respeto de los más grandes directores de orquesta de su tiempo, el del público y el de sus colegas.
Al igual que ellos fue una intérprete extraordinaria del Lied, que es la canción culta alemana. También del oratorio, del barroco alemán y por supuesto del género que la hizo famosa mundialmente: la ópera. No todos sus compañeros de generación consiguieron, como ella, poseer casi idéntica autoridad en la ópera italiana y en la alemana. Desde luego fue en la alemana donde dejó una huella indeleble.
El rol que jugó la música en la posguerra fue decisivo para el pueblo alemán, que vivió la derrota ante los ojos acusadores del mundo por todo lo que había ocurrido. En medio de un país devastado, de entre las ruinas de los bombardeos, los alemanes miraron el glorioso pasado de su música. La reconstrucción de los teatros y salas de concierto, y la construcción de nuevos edificios para la música tuvo una razón de ser más profunda que entretenerse después del desastre: fue volver a creer. Fue sorprendente, y en cierta medida hasta paradójico que en las dos fracciones de esa Alemania desmembrada de la posguerra la música se hubiera instalado por encima de las ideologías.
Los alemanes, esto no hay que olvidarlo, enriquecieron el patrimonio musical de la humanidad a tal punto que algunas de las cumbres más altas les pertenecen: Johann Sebastian Bach, Ludwig van Beethoven, Johannes Brahms.
Para ese renacimiento de su orgullo musical fueron necesarios unos intermediarios con unas condiciones casi sobrenaturales: orquestas como la Filarmónica de Berlín, la de la Radio de Baviera, la Staaskapelle de Dresde o la Gewandhaus de Leipzig, sin distingo de si pertenecían a la Alemania Democrática o a la Federal renacieron como el ave Fénix de sus cenizas, bajo la batuta de luminarias como Kurt Mazur o Herbert von Karajan.
Con las voces ocurrió algo totalmente inusual. Los cantantes alemanes que surgieron después de la guerra fueron capaces de conjugar la ductilidad de sus instrumentos con una versatilidad asombrosa que les permitió, además de reinar por todo el repertorio lírico, con particular autoridad en la tradición germánica, incluidos Richard Wagner y Richard Strauss que no salieron muy bien librados durante los años del nazismo, también hacerlo en el mundo del oratorio Pero sobretodo escribieron un capítulo nuevo en la historia, el de la interpretación del Lied que con ellos perdió esa connotación histórica de ser el refugio de las voces en el ocaso de sus carreras.
Ludwig formó parte de esa constelación de estrellas. En otras palabras, una de las protagonistas del renacimiento musical de la Alemania de posguerra. De hecho, la última y la que tuvo una carrera más larga sin dar muestras de detrimento vocal. Cuando ella misma, en 2016, lo juzgó conveniente, puso punto final a su carrera con un recital en Viena.
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Sus inicios
Chista Ludwig nació el 16 de marzo de 1928 en un hogar donde la música fue pan de todos los días, Anton Ludwig, su padre, fue un talentoso barítono que a los 21 años cantó en la Metropolitan de Nueva York al lado de Enrico Caruso y tiempo después, caso raro, evolucionó a tenor dramático, cuando lo “usual” es que el fenómeno ocurra al contrario: primero tenor y luego barítono. Eugenia Basalla-Ludwig, su madre, fue una excepcional mezzosoprano; poseía una voz que como la de su hija años más tarde, podía cómodamente enfrentar roles de soprano y de mezzosoprano; fue su maestra y se dedicó a su formación con una dedicación inusual: todos los días, a toda hora durante prácticamente toda la vida. Años más tarde, ya convertida en una celebridad, Ludwig declaró que de su padre aprendió canto y actuación y de su madre el conocimiento íntimo de su instrumento, la proyección del sonido y sobretodo dicción y vocalización.
Se inició profesionalmente en 1945. Empezó cantando en teatros no demasiado importantes, pero como ella misma lo destacó luego, fue en esos teatros donde se habituó al escenario y se fue familiarizando con el repertorio. Diez años más tarde ya estaba preparada para el gran salto cuando debutó en la Ópera de Viena y se convirtió en una luminaria internacional. Lo fundamental en ese momento fue su asociación con el legendario director Karl Böhm que la guio en el que sería la base de su repertorio: Wagner, Mozart, Strauss, Beethoven y Verdi.
Hoy en día no es habitual que una cantante, una mezzosoprano, tenga la versatilidad de poder enfrentar con igual dominio de estilo, el Cherubino de Las bodas de Fígaro de Mozart, Kundry de Parsifal o Fricka del Anillo del Nibelugo de Wagner que la Princesa de Ebolí del Don Carlo de Verdi, y medírsele con idéntica facilidad a la parte de la mezzosoprano en la Novena Sinfonía de Beethoven, el Réquiem de Verdi o El viaje de invierno de Schubert. Ludwig podía, no sólo hacerlo sino deslumbrar al auditorio.
Después de su asociación con Böhm, con quien escribió páginas históricas, como la Brangania del Tristán e Isolda de Bayreuth al lado de Birgit Nilsson y Wolfgang Windgassen, apareció en su vida con otra gran luminaria, Herbert von Karajan, que la animó para dar el paso, muy cauteloso, pero también riesgoso, de abordar el repertorio de las sopranos. Ludwig tuvo la inteligencia de saber cómo hacerlo, porque Karajan incluso llegó a sugerirle que, además de Fidelio de Beethoven, valía la pena aventurarse en la misma Isolda del Tristán wagneriano. Ludwig lo meditó y dijo no.
Tras Karajan apareció Leonard Bernstein, el encargado de introducirla en Mahler, compositor del cual se convirtió en una intérprete de referencia. Este puede haber sido el más grande de los aportes de Ludwig a la música: su Mahler con Bernstein. Juntos recorrieron los grandes ciclos de Lieder de Mahler y escalaron la cumbre en La Canción de la tierra, que por fortuna quedó para la posteridad. Es verdad que Bernstein fue uno de los grandes protagonistas del renacimiento de Mahler, pero también lo es que en ello Christa Ludwig fue más que una buena intérprete.
Paralelamente trabajó la música contemporánea en obras de Frank Martin, Paul Hindemith, Hildebrando Pizzetti y Henri Honneger. El barroco lo trabajó bajo la dirección de Karl Richter. En el Lied su incursión en Mahler, Wolf, Strauss y sobretodo Schubert es considerada un modelo.
Por suerte el micrófono se enamoró de su voz segura, de timbre inconfundible y perfeccionista al momento de trabajar los diferentes estilos de su amplísimo repertorio. La tecnología, lo suficientemente desarrollada durante la época de oro de su carrera, permitirá que su legado mantenga la vigencia que despertó su arte.
Con la partida de Christa Ludwig se cierra un capítulo fundamental de la música en el siglo XX, uno de los más grandes. Irrepetible en realidad.