Es difícil encontrar en la moderna historia colombiana un dirigente político más combativo y combatido que Álvaro Uribe Vélez. En estos últimos años lo hemos visto, leído y escuchado defendiéndose a capa y espada, sin dar ni pedir cuartel, contra sus enemigos y adversarios que hacen hasta la imposible por amargarle la vida. Siempre brinda un verdadero espectáculo de su inteligencia y se muestra profundo conocedor de la vida nacional. Desde luego, por este mismo talante es, muchas veces, el responsable de sus propios problemas.
Debemos comenzar por reconocer que durante el ejercicio de sus dos presidencias combatió con gran éxito a la guerrilla terrorista, hasta arrinconarla y obligarla a firmar la paz. Un poco más tarde, durante el gobierno de su sucesor Juan Manuel Santos, se trató de consolidarla. Una paz incompleta pero que sin la menor duda ha ahorrado miles de vidas de ambos bandos.
Para Uribe su mayor controversia ha sido con las altas Cortes, una de las cuales, la Suprema, le acaba de ordenar, la detención domiciliaria, siendo el segundo mandatario -después de Gustavo Rojas Pinilla- en ser enclaustrado contra su voluntad. En el curso de los próximos ciento veinte días sabremos si se dispone su enjuiciamiento. Aparentemente no hay mucha materia probatoria y es de esperar que las cosas no se compliquen. Pero, por ahora, lo político parece desbordar lo jurídico.
Uribe ha decidido, por lo pronto, renunciar a su curul senatorial y ha dejado a su partido el Centro Democrático sin su liderazgo presencial. Simultáneamente está promoviendo una reforma a la justicia, pero nadie sabe si se podrá hacer mediante una nueva constituyente o a través de ambas cámaras legislativa. El episodio ha servido, eso sí, para que su hijo mayor Tomás se proyecte como su gran delfín. Habrá, por lo visto, uribismo para rato.
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Pero volviendo con el tema de la paz, su consolidación sigue siendo muy esquiva. En lo que va del presente año se ha venido produciendo una ola de masacres y genocidios en varias partes del país, cometidos especialmente por el ELN, los paramilitares y las disidencias de las Farc. Lo realmente inquietante del asunto es que las fuerzas militares y de policía no han podido neutralizar este sanguinario accionar.
A pesar de que Colombia cuenta con el mayor ejército de tierra de la región, y una muy moderna infantería mecanizada, no se ha podido acabar con las regiones en conflicto. Y en un verdadero desafío al Estado, los cultivos de coca y la minería ilegal siguen creciendo para financiar el terrorismo. Como si todo esto fuera poco, la polarización política sigue rampante. Y los partidos, sean el liberalismo, el conservatismo, Cambio Radical o la U, continúan actuando como convidados de piedra.
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Seguimos en este desesperante encierro y lo triste es que no parece haber luz al final del negro túnel. La salud pública sigue en plena crisis, acompañada también por los entes privados que, tampoco, puedan dar muestras de combatir exitosamente esta criminal pandemia. Desde luego esto es válido no sólo para nosotros sino para los demás países. En los Estados Unidos y en Brasil se ha desatado un infierno que no da tregua. Y la vacuna sigue brillando por su ausencia y ahora está amenazada por las gigantes multinacionales que ya hacen cuentas criminales con sus potenciales ganancias.