ANDRÉS MOLANO ROJAS | El Nuevo Siglo
Domingo, 25 de Septiembre de 2011

Retórica del exabrupto
En  el otoño de 2009, en la que fuera su primera (y casi última) intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el entonces mandamás libio Muamar Gadafi no sólo acusó al Consejo de Seguridad de ser en realidad un “Consejo del Terror”, sino que también sorprendió al mundo entero al lanzar una feroz diatriba contra Suiza y sugerir su disolución como entidad política y la repartición de su territorio entre Italia, Francia y Alemania. Todo como represalia porque las autoridades suizas habían procedido contra uno de sus hijos, Aníbal Gadafi, acusado en Ginebra de tratar violentamente a sus empleados domésticos.
No era esta la primera vez que algún líder enfurecido y energúmeno empleaba el podio de la organización como tribuna de su ira. Nikita Kruschev sacudió su zapato contra el atril en 1960. Ese año, Castro se prodigó en insultos contra Kennedy y Nixon, aún simples candidatos a la Presidencia de los EE.UU. En una ocasión Hugo Chávez comparó a George W. Bush con Satanás -olor a azufre incluido-. Y Omar Al Bashir, presidente sudanés requerido por la Corte Penal Internacional, afirmó allí mismo en 2006 que el genocidio de Darfur había sido inventado por las agencias y organizaciones humanitarias para así recaudar más fondos con qué financiar sus actividades.
El turno este año fue para el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, que sin el menor pudor aprovechó sus 15 minutos de fama en Nueva York para volver a poner en duda la Shoah, arremeter ferozmente contra EE.UU. (acusándolo de todos los males del mundo, los pasados y los presentes, desde la esclavitud hasta la actual recesión económica), y de paso, especular sobre la naturaleza y autoría de los atentados terroristas perpetrados por Al Qaeda hace 10 años contra la ciudad anfitriona -a los que calificó de “misterioso incidente”- utilizado por Washington como pretexto para invadir primero Afganistán y luego Irak.
Podría parecer que se trata de salidas de tono, de incorrecciones políticas, de fanfarronadas inofensivas, o de intemperancias propias de la idiosincrasia de algunos líderes políticos. A fin de cuentas, nadie en su sano juicio se tomaría en serio la propuesta de liquidar la Confederación Helvética o las teorías conspirativas sobre el 11-S. Pero tras la retórica del exabrupto casi siempre hay algo más, acaso una verdadera estrategia, una calculada puesta en escena para consumo interno y planetario, que puede llamarse “diplomacia de la agitación”, y que será analizada en esta columna la próxima semana.