Regresaba a mi casa en días pasados, en horas de la noche. Había llovido mucho y la ciudad estaba empapada. En la distancia apareció un de esas carretas gigantes repletas de cartón y papel que usan los recicladores y que ellos mismos halan con sus brazos hercúleos. Al pasar al lado de la carreta y del hombre que la halaba vi algo que me movió las entrañas: aquel hombre iba descalzo, caminando estoicamente sobre el frío pavimento y con la mirada puesta unas cuadras adelante, debajo de un puente, donde se encontraría con sus compañeros de faena. Repito lo que vi: el hombre descalzo, caminando sobre el duro y frío asfalto, en medio de la noche bogotana. ¡Qué tristeza!
Hasta hace unos pocos meses las carretas eran tiradas por caballos, pero los animalistas pusieron el grito en el cielo. Se llevaron a los animales, los dieron en adopción -un término que era para los seres humanos, no para los animales- y ahora son caballos que seguramente viven como príncipes, mientras algunos recicladores -seres humanos- quedaron en estas condiciones tan lamentables e inhumanas. Estas son las cosas absurdas que hoy en día se han tomado por asalto la vida cotidiana. Un repentino y desmedido amor por los animales o por los árboles o por el agua o por el aire o por lo que sea, mientras muchísimas personas apenas sí tienen vida de humanos. Un despropósito total.
Hemos perdido el sentido común, la escala de valores. No tenemos prioridades, sino arrebatos y caprichos. La ciudad, los ciudadanos se gastan miles de millones de pesos cuidando animales, sembrando plantas, ensanchando el río Bogotá, construyendo centros de la felicidad (¿?), organizando unos conciertos donde se fuman hasta el pasto, mientras los más pobres deambulan descalzos por una ciudad que alguien cree que es disneylandia. Y el hombre descalzo por una avenida es lo que se ve. Lo que no se ve es todavía peor. Una ciudad que tiene un presupuesto de 21 billones de pesos no puede no ver la pobreza y miserias extremas sin reaccionar rápida y contundentemente, para salvar a todo el que lo necesite.
Urge que la ciudadanía colombiana, y especialmente quienes tenemos una vida sin afugias económicas, nos hagamos una profunda reflexión sobre nuestra forma de ver y sentir la vida. La verdad es que cada vez queremos ver menos, cada vez queremos darnos menos cuenta de la cruda realidad. Alguna vez le preguntaron a Jesús si hacían callar a algunos -pobres, enfermos, pecadores, leprosos- que a gritos lo llamaban. Si estos callan, dijo el Salvador, hablarán las piedras. Jueves 21.