Es increíble que después de cientos de conflictos armados que han azotado a la humanidad todavía sigamos creyendo que la lucha armada es preferible a las conversaciones de paz o que es mejor lograr la victoria por la vía de la muerte y la destrucción y no por el camino del diálogo y la armonía.
Nos hicimos la ilusión después de la primera mitad del Siglo XX de que por fin habíamos comprendido que la guerra no es la mejor herramienta para asegurar la convivencia entre los pueblos.
En la primera mitad del Siglo XX vivimos (no parece ser la mejor expresión) dos guerras mundiales con millones de muertos, indecible destrucción y, como si ello no fuera suficientemente terrible e inhumano, se produjo esa monstruosidad que se denominó el Holocausto en contra del pueblo judío.
Gracias a la visión del presidente Roosevelt, de su señora, doña Eleonora, y de otros grandes dirigentes políticos que vivieron las guerras y, por fortuna, llegaron a odiarlas se llegó a la construcción de un nuevo orden internacional que tuvo su mejor expresión en la creación de Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por primera vez la utilización de la guerra quedó prohibida y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas adquirió un poder mundial, sus resoluciones eran de obligatorio cumplimiento. Era el ‘Guardián de la Paz’.
Es verdad que desde entonces no sabemos lo que es una guerra mundial. El ideal de la prohibición de la guerra por fin encontró un consenso universal. Pero esas iniciativas humanistas de 1945 y de 1948 se han venido debilitando y se han tornado prejuiciadas en sus concepciones y ya, por ejemplo, la defensa de los Derechos Humanos se hace en forma acomodaticia a la naturaleza de los regímenes políticos, se guardan silencios cómplices. Y la defensa de la paz se encuentra con barreras imposibles de superar como el derecho de veto en el Consejo de Seguridad.
Para no ir muy lejos lo que ha venido ocurriendo en Ucrania, un escándalo mundial, el atropello de una potencia nuclear a una nación cuasi inerme y lo que está ocurriendo en el Medio Oriente desde la proclamación del Estado Judío en Palestina, Mayo de 1948, y ahora en forma tan clara, muestran la decadencia de los principios que inspiraron ese nuevo orden y la urgencia de reconstruirlo, otra vez, a partir de la vigencia del Imperio de la Ley en la vida internacional y de la utilización de los recursos diplomáticos para la superación de los conflictos existentes.
2023 ha sido un año inhumano que además de los conflictos armados carentes de toda compasión ostenta el fenómeno, cada día más notorio e inmanejable, de las corrientes migratorias que resultan tanto de situaciones climáticas, de pobreza extrema o de lucha por la supervivencia ante los conflictos armados de mayor o menor envergadura.
Lo que ha ocurrido en un país tan rico como Venezuela, donde se habla ya de casi siete millones de migrantes, es mucho más que una situación escandalosa. Terriblemente Inhumano y no lo es menos el negocio aún más inhumano que los denominados “coyotes” han establecido para llevar migrantes a Estados Unidos, a Canadá y, quién lo creyera, a la propia Colombia. Colombia está sufriendo los dos fenómenos el de los inmigrantes que se cuentan por millones, principalmente venezolanos, y el de los migrantes que según las recientes informaciones en el 2023 llegaron a 220.000 con rumbo a Estados Unidos o a España. El periplo que recorren los migrantes es infrahumano. Y que ello, además, de lugar a un comercio que produce apreciables ganancias es monstruoso.
Se olvida que el mayor dolor, la mayor desgracia, es la de los sobrevivientes: la de los niños y niñas huérfanos, la de los menores de edad que quedan incapacitados o gravemente incapacitados, la de los hogares arruinados. Frente a una situación tan inhumana vale la pena saber qué estamos haciendo para devolverle algo de humanidad a los que ya han sufrido tanto y tienen una vida por delante para sufrir aún más.