El primer síntoma de esta patología lo identifiqué hace ya un par de años regresando de la nueva sede de la Librería Lerner. Decidí inmortalizar mi primera incursión a aquel lugar comprando un ejemplar de “La Vida Nueva” del nobel turco Orhan Pamuk. Me gustó su portada de un taxi aparcado en la Plaza de Sultanahmet descargando pasajeros con la Mezquita Azul de fondo en una tarde nublada cualquiera de Estambul. Al momento de depositarlo en mi biblioteca encontré con gran incredulidad que ya tenía una edición de “La Vida Nueva” fruto de los paseos sabatinos al centro con mi perro pero que, en su momento, no recordaba haber comprado.
Las duplicidades no pararon ahí, claro, pues tras varios años recolectando por toda Bogotá la difícil bibliografía de la nobel sudafricana, Nadine Gordimer, impresa en los noventa por Norma, terminé adquiriendo sin dudarlo un segundo ejemplar en Madrid de los exquisitos cuentos cortos que tituló “El Salto” con la certeza inefable de que se trataba de un hallazgo invaluable para mi inventario. Esto sin mencionar las dudas existenciales que me embargan cada vez que tengo que distinguir a quemarropa si, del canon de William Faulkner, es “Sartoris” o “Santuario” el que ya tengo o si es “Una fábula” y no “La Ciudad” el tomo que me falta de su famosa Trilogía de los Snopes.
El segundo síntoma fue la repentina multiplicación del número de bibliotecas en casa. Lo que empezó como un sencillo anaquel para códigos jurídicos durante mi etapa universitaria, devino para mi tercer año como abogado en un bacanal de cuatro estanterías con libros multicolores en arrumado hacinamiento que desplazaron la cama del perro tras invadir todas las esquinas posibles de la sala. Las librerías de segunda mano fueron mis impunes dealers a lo largo de este desmadre, pues nada bueno resulta de la ganga de comprar tres libros con vida pasada por el precio de uno recién horneado de la imprenta.
El último síntoma, y uno de los más caricaturescos, fue la veintena de títulos de bolsillo que arrastré, como polizones literarios en mi mochila, por la aduana mexicana del Benito Juárez rumbo a Nueva York. Pensando inocentemente que cargando con mi alijo personal lograría controlar la arremetida impulsiva de comprar más libros, no solo me hice acreedor de una exhaustiva requisa en dicho aeropuerto, sino que, un año después, tuve que descartar varios kilos de ropa para que todos tuvieran un cupo en el vuelo de vuelta.
Si bien no está médicamente demostrado, y más parece un asunto de paracientíficos, vivo con la certeza de padecer lo que los japoneses llaman tsundoku (積ん読), una curiosa condición no documentada que lleva a acumular libros por el simple placer que esto genera, aun cuando se sabe de antemano que no alcanzará la vida para leerlos. Tal vez sea producto de un extraño culto a la letra impresa o una bizarra fascinación por el olor que desprenden las hojas; sea como fuera, no encuentro una mejor manía para sufrir.