Calma | El Nuevo Siglo
Lunes, 30 de Mayo de 2022

Escribo esta columna sin saber qué ocurrió en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, sea cual sea el resultado hoy hay un país entero que espera, necesita y se merece una vida más sosegada. Buscar esa tranquilidad es la tarea más urgente de los candidatos, los gobernantes, los partidos, las organizaciones sociales y los mismos ciudadanos. En los últimos años, cada que termina un periodo electoral quedamos con la sensación de estar aún más distanciados. Las campañas, cada vez más agresivas, lejos de fortalecer el proyecto colectivo que subyace a la idea de la democracia, terminan debilitando los vínculos y acrecentando las tensiones sociales, políticas y culturales.

La vieja estrategia de la polarización sigue actuando de manera eficiente, los candidatos apelan a la emoción de los electores, la decisión política deja de ser racional y todo se vuelve visceral, como el odio o el amor ciego. A medida que avanza la contienda, mientras los seguidores se enfrentan enfurecidos entre sí, incluso hasta romper relaciones familiares, de amistad y de trabajo, los políticos se van acomodando convenientemente, negocian y pactan alianzas y treguas, más allá de sus diferencias ideológicas. “La política es dinámica” dicen (ahí sí muy serenos) mientras sus seguidores, perplejos al ver cómo se traicionan las convicciones más arraigadas, contienen la respiración y pasan el trago amargo con sabor a sapo.

Después de las elecciones, y aunque se desactiven las estrategias polarizantes, nuestras relaciones cotidianas quedan maltrechas y el hueco en el tejido que nos sostiene y nos abriga se va ensanchando.  Así, con una sociedad cada vez más fragmentada, sin importar quién llegue al poder, se hace cada vez más difícil afrontar los problemas que nos aquejan, pues esto requiere tanto de la acción institucional como del concurso solidario de los ciudadanos.

Aunque la estrategia de enfurecer a los electores entre sí pueda resultar efectiva en una primera instancia, a la postre termina siendo un arma de doble filo en contra del gobernante que, una vez electo, debe garantizar los derechos de todos y lidiar con las tensiones sociales que ayudó a crear siendo candidato. Por desgracia, zurcir el tejido social es más difícil que romperlo.

Hoy en Colombia preocupa tanto lo que ocurra en las elecciones como lo que pueda pasar después, gane quien gane. Por eso es un deber ciudadano evitar caer en las trampas del odio visceral y del amor ciego, ambos nefastos. De allí, también, la importancia de las instituciones, garantes por excelencia del interés colectivo y, por ende, patrimonio sagrado de la ciudadanía más allá de sus desencuentros y de las turbulencias políticas. En ellas, y en el cumplimiento de su deber constitucional de construir el Estado social de derecho, anida la posibilidad de un país donde quepamos todos, más equitativo y con menos tensiones sociales. Remendar los lazos rotos, en la vida cotidiana y política, es un imperativo ético y es, tal vez, nuestra única opción de construir un futuro compartido. Una vida en calma, es algo que necesitamos y merecemos.

@tatianaduplat