Entre los muchos cansancios que muestra la sociedad moderna, uno de ellos tiene que ver con el de salvar a las personas. ¿Salvar de qué? De todo lo que se pueda. Cuando hay cansancio de esta muy difícil tarea, aparece en el panorama de la acción humana, con mayor o menor fuerza, el deseo de aniquilar. Es decir, el deseo de convertir en “nihil”, en nada.
El caso extremo es el de la pena de muerte, bien sea decretada o simplemente practicada en uno u otro ámbito. Por malo, por enfermo, por anciano, por querer nacer, se les lleva al patíbulo a muchísimas personas. Pero se aniquila a delincuentes, a depravados, a ladrones de cuello blanco o de camiseta esqueleto, a políticos deshonestos o simplemente opositores. Se fusila con cámaras, artículos o entrevistas y testimonios a personas que manifiestamente han equivocado el camino. Y en esta locura de querer cubrir de detergente la condición humana, también se arrasa con gente buena, por querer arrancar la cizaña, como ilustra el Evangelio.
En una consideración puramente emocional, es decir, postmoderna, pareciera que es lógico renunciar a salvar al que cometió un delito o un error garrafal, no importando modo, lugar o circunstancia. Desde un punto de vista humanístico, de avance en el desarrollo de la conciencia y también de pensamiento cristiano, sería de la mayor importancia no cejar en el empeño de redimir a las personas. Y esto, sin duda, tiene mucho de quijotada y hasta de vana ilusión. Pero a la vez se trata de un reto interesantísimo: cómo dar con esa parte honda de la condición humana, a partir de la cual se puede, al menos intentar, construir un nuevo ser. A esto no ayuda en nada el gozo que se ha extendido en la mentalidad de nuestro tiempo por la aniquilación del malvado, del pecador, del delincuente. Gozo muy bien trabajado e incentivado para favorecer intereses y negocios particulares.
El humanismo, y concretamente el humanismo cristiano, tiene una visión optimista de la condición humana, a la vez que le reconoce la flaqueza originada en el pecado de los orígenes. Y es precisamente a partir de esta última que nace la gran tarea de la comunidad humana: luchar incesantemente por salvarse a sí misma y salvar a cada uno de sus individuos, de todo mal y peligro, como dicen las señoras del Rosario.
Salvar no quiere decir poner a todo el mundo en la calle como si nadie representara un peligro para otras personas. Más bien, se trata de investigar, reflexionar, ensayar, escuchar, estudiar, rezar, en busca de la pieza que se descompuso en el alma, el corazón, el cuerpo o la mente de una persona. Nunca se trata de abandonar y mucho menos aniquilar. Es a lo que hoy nos ha llevado la rabia contenida que se desborda cada día más. El temor que se respira hoy en día en la mayoría de las personas, creo que tiene que ver con el peligro de ser aniquiladas por cualquier motivo, especialmente porque la misericordia, como remedio sanador, ha sido archivada. Por fortuna, del duro árbol de la cruz, manó la misericordia divina. Por duros que seamos de corazón, de allí podría surgir salvación para todos.